Un proyecto supremacista blanco avanza con sigilo en una zona rural de Arkansas. Amparado en vacíos legales y protegido por su bajo perfil mediático, el asentamiento revive con inquietante claridad los fantasmas de la segregación racial, una herida histórica que el país nunca ha terminado de cerrar.
El contexto político y social no es ajeno a este fenómeno. Durante los últimos años, el discurso público ha experimentado una radicalización visible. Donald Trump, expresidente y de nuevo figura central de la política estadounidense, ha calificado a los inmigrantes somalíes de “basura”, ha descrito a países africanos y latinoamericanos como “países de mierda” y ha sugerido que congresistas de minorías raciales deberían “regresar” a sus lugares de origen, a los que ha definido como “sitios rotos e infestados de crímenes”. Estas declaraciones, lejos de ser episodios aislados, han contribuido a normalizar un lenguaje abiertamente racista que permea el debate público y legitima posiciones extremas.
En ese caldo de cultivo ideológico se inscribe Return to the Land (RTLL), un proyecto fundado por Eric Orwoll, un joven de 35 años que se ha convertido en el rostro visible de una iniciativa que parecía impensable en el Estados Unidos del siglo XXI: la creación de una ciudad diseñada exclusivamente para personas blancas. “¿Quieren una nación blanca? Construyan una ciudad blanca”, proclama Orwoll en un vídeo difundido en redes sociales. “Se puede hacer, nosotros lo estamos haciendo”.
El mensaje, directo y provocador, resume la filosofía del proyecto. Orwoll, de cabello rubio, ojos azules y tez blanca, evita en lo posible la exposición mediática. Concede pocas entrevistas y mantiene un perfil bajo deliberadamente, consciente de que la atención pública podría atraer tanto el escrutinio de las autoridades como la reacción de grupos antifascistas. Su estrategia es clara: dejar que la comunidad crezca lo suficiente antes de enfrentarse al debate nacional.
Actualmente, cerca de 40 personas viven en el asentamiento, ubicado en una extensión de más de 60 hectáreas, equivalentes a unos 80 campos de fútbol. Para formar parte de RTLL no basta con compartir afinidades ideológicas. La comunidad impone tres requisitos considerados inquebrantables: ser blanco, heterosexual y de ascendencia europea. Los aspirantes deben demostrar su linaje mediante documentación genealógica, someterse a una entrevista por videoconferencia y superar un control de antecedentes.
Las exclusiones son explícitas y no dejan lugar a ambigüedades. Quedan vetadas las personas negras, judías o practicantes de religiones que el fundador define como “no europeas”, como el islam. También se excluye a cualquier persona perteneciente al colectivo LGTBI. Estas condiciones, que en cualquier otro contexto resultarían abiertamente discriminatorias e ilegales, se sostienen gracias a una estructura jurídica cuidadosamente diseñada.
RTLL se presenta como una “comunidad intencional privada” a la que se accede mediante el pago de una membresía. Esta figura legal, similar a la de un club exclusivo, les permite seleccionar a sus integrantes sin someterse —al menos de forma directa— a las leyes federales contra la discriminación en el acceso a la vivienda. Es una estrategia que expertos en derechos civiles observan con preocupación, al considerar que podría sentar un precedente peligroso.
Según Orwoll, el objetivo de RTLL es “regresar a la tierra” y distanciarse de una “sociedad moderna en decadencia”. En su página web, el proyecto se describe como un intento de generar “cambios culturales positivos en nosotros mismos y en nuestras comunidades ancestrales”. El lenguaje, cuidadosamente elegido, evita referencias explícitas a la supremacía blanca, pero el mensaje subyacente es inequívoco.
Durante el último año y medio, los miembros de RTLL han trabajado de forma constante en la construcción de infraestructuras básicas. Han nivelado el terreno, abierto caminos, levantado viviendas sencillas y colocado letrinas portátiles. También han edificado un centro municipal y una escuela donde los niños de la comunidad ya reciben clases, impartidas por adultos del asentamiento bajo un currículo propio.
La escuela es uno de los elementos que más inquietud genera entre los observadores externos. Aunque no se han hecho públicos los contenidos educativos, expertos advierten del riesgo de adoctrinamiento ideológico en un entorno completamente aislado y homogéneo. “Cuando se combina educación, aislamiento y una visión racial excluyente, el resultado puede ser la reproducción de ideologías extremistas en nuevas generaciones”, señala un académico especializado en radicalización.
El aislamiento es, de hecho, uno de los pilares del proyecto. RTLL se ubica en una zona remota, lejos de grandes núcleos urbanos, lo que facilita el control del acceso y reduce el contacto con el exterior. La comunidad promueve la autosuficiencia, el trabajo manual y un estilo de vida rural que se presenta como antídoto frente a lo que consideran la “decadencia moral” de la sociedad contemporánea.
Sin embargo, detrás de ese discurso bucólico se esconde una visión profundamente política. El proyecto se inscribe en una tradición histórica de comunidades segregacionistas y etnonacionalistas que han surgido en distintos momentos de la historia estadounidense, especialmente en períodos de crisis económica o de cambio demográfico. La diferencia es que, en esta ocasión, la iniciativa se desarrolla en un contexto en el que el extremismo de derechas ha encontrado nuevas plataformas de difusión y reclutamiento a través de internet.
Las redes sociales han sido clave para la expansión inicial de RTLL. Aunque Orwoll limita sus apariciones públicas, los vídeos y mensajes del proyecto circulan en foros y plataformas frecuentadas por movimientos identitarios y supremacistas. Allí, RTLL se presenta como un modelo replicable, una prueba de que es posible crear enclaves étnicamente homogéneos dentro del marco legal estadounidense.
Las autoridades locales, por el momento, han adoptado una actitud prudente. No se han detectado actividades ilegales en el asentamiento y, en ausencia de denuncias formales, la capacidad de intervención es limitada. Esta pasividad institucional ha sido duramente criticada por organizaciones de derechos civiles, que alertan de que esperar a que se produzcan delitos puede ser demasiado tarde.
“Estamos viendo cómo el odio se organiza, se estructura y se normaliza”, advierte un portavoz de una organización antirracista. “No se trata solo de un grupo aislado de personas viviendo en el campo. Es un experimento social que desafía los principios básicos de igualdad y convivencia sobre los que se supone que se construye este país”.
El caso de RTLL plantea preguntas incómodas sobre los límites de la libertad de asociación y expresión. ¿Hasta qué punto una sociedad democrática debe tolerar proyectos que, sin violar explícitamente la ley, promueven la exclusión racial y religiosa? ¿Es suficiente el marco legal actual para hacer frente a nuevas formas de segregación encubierta?
Para muchos analistas, el auge de iniciativas como esta no puede entenderse sin tener en cuenta el cambio demográfico que atraviesa Estados Unidos. La progresiva pérdida de la mayoría blanca, junto con la percepción —alimentada por ciertos discursos políticos— de amenaza cultural y económica, ha impulsado a algunos sectores a buscar refugio en identidades cerradas y excluyentes.
RTLL es, en ese sentido, tanto un síntoma como un laboratorio. Un síntoma de la polarización extrema que vive el país y un laboratorio donde se ensayan formas de organización social basadas en la homogeneidad racial. Que el proyecto avance “en silencio” no lo hace menos relevante; al contrario, su discreción lo convierte en un fenómeno aún más difícil de abordar.
A medida que la comunidad crece y se consolida, aumenta también la preocupación de que este modelo inspire iniciativas similares en otros estados. La historia estadounidense ofrece numerosos ejemplos de cómo ideas marginales pueden ganar terreno cuando encuentran el contexto adecuado.
Mientras tanto, en su rincón de Arkansas, los habitantes de Return to the Land continúan construyendo su ciudad ideal, convencidos de estar defendiendo una herencia que consideran amenazada. Para el resto del país, el desafío consiste en decidir si este experimento es simplemente una excentricidad legal o una señal de alarma sobre el rumbo que puede tomar la convivencia en una nación cada vez más dividida.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.





