Herman Melville’s Moby-Dick; or, The Whale (1851) no es meramente una novela de aventuras marítimas; es un monumento filosófico disfrazado de epopeya náutica. En sus páginas, Melville entreteje una trama de caza obsesiva con interrogantes profundos sobre la existencia humana, el destino, la naturaleza del mal y la relación entre el hombre y lo divino. Esta crítica busca desentrañar el trasfondo filosófico de la obra, destacando cómo Melville transforma una historia de balleneros en un tratado metafísico que anticipa corrientes como el existencialismo y el nihilismo, mientras dialoga con el transcendentalismo de su época. A lo largo de sus capítulos enciclopédicos y narrativos, Moby-Dick invita al lector a confrontar la insignificancia cósmica del ser humano ante fuerzas incontrolables, un tema que resuena en la literatura moderna y que justifica su estatus como una de las grandes novelas americanas.

Para contextualizar, recordemos brevemente la trama: Ishmael, un marinero errante, se une a la tripulación del ballenero Pequod, capitaneado por Ahab, un hombre marcado por la pérdida de su pierna a manos (o mejor dicho, mandíbulas) de Moby Dick, la ballena blanca legendaria. Lo que comienza como una expedición comercial se convierte en una venganza personal, arrastrando a la tripulación hacia un destino trágico. Melville, influido por sus propias experiencias como marinero en el Pacífico, infunde la novela con detalles realistas sobre la caza de ballenas, pero estos sirven como vehículo para exploraciones más profundas. La estructura misma de la obra —mezclando narración lineal con digresiones cetológicas, mitológicas y filosóficas— refleja el caos del universo que describe, un cosmos donde el orden humano es ilusorio.

El trasfondo filosófico de Moby-Dick se ancla en el transcendentalismo americano, movimiento al que Melville estuvo expuesto a través de figuras como Ralph Waldo Emerson y Nathaniel Hawthorne. Emerson, con su énfasis en la intuición individual y la unidad con la naturaleza, parece resonar en los momentos de contemplación de Ishmael, como en el capítulo «The Mast-Head», donde el vigía se pierde en un éxtasis panteísta, fusionándose con el océano infinito. Sin embargo, Melville subvierte este optimismo transcendentalista. Mientras Emerson ve la naturaleza como un espejo benevolente del alma, Melville la presenta como indiferente o incluso hostil. Moby Dick no es un símbolo romántico de lo sublime; es una fuerza amoral, un «Leviatán» bíblico que encarna el absurdo existencial. Aquí, Melville anticipa a Kierkegaard y Nietzsche: la ballena blanca representa el «abismo» nietzscheano, un vacío que Ahab intenta llenar con su voluntad de poder, pero que ultimately lo devora.

Consideremos el personaje de Ahab como un arquetipo filosófico. Ahab no es solo un capitán obsesionado; es un Prometeo moderno, desafiando a los dioses en nombre de la autonomía humana. Su monomanía —esa fijación en destruir a Moby Dick— ilustra el concepto hegeliano de la dialéctica amo-esclavo, donde el hombre se define a través de la confrontación con el otro. Pero en Melville, esta dialéctica es trágica: Ahab proyecta su rabia interna sobre la ballena, convirtiéndola en un chivo expiatorio para su alienación existencial. Filósofos como Jean-Paul Sartre verían en Ahab un ejemplo de «mala fe», donde el individuo evade su libertad al culpar a fuerzas externas. Ahab declara: «All my means are sane, my motive and my object mad» (Capítulo 41), reconociendo la irracionalidad de su búsqueda, pero persistiendo en ella. Esta tensión entre razón y pasión resuena con el dualismo cartesiano, pero Melville lo resuelve en favor de lo irracional, sugiriendo que la razón humana es insuficiente ante el misterio del universo.

Ishmael, el narrador, ofrece un contrapunto filosófico a Ahab. Como observador separado, Ishmael encarna el escepticismo empirista de David Hume, cuestionando las certezas absolutas. Sus digresiones —sobre la blancura de la ballena (Capítulo 42), por ejemplo— exploran el relativismo epistemológico: el blanco, símbolo de pureza en algunas culturas, evoca terror en otras, ilustrando cómo la percepción humana es subjetiva y falible. Melville usa esto para criticar el positivismo científico de su era; los capítulos cetológicos parodian la enciclopedia, mostrando que el conocimiento acumulado no captura la esencia de lo real. En términos kantianos, Moby Dick es la «cosa en sí» (noumenon), inaccesible a la razón fenomenal. Ishmael concluye que «the invisible spheres were formed in fright» (Capítulo 42), aludiendo a un origen cósmico en el caos, un eco del pesimismo schopenhaueriano donde la voluntad ciega impulsa el mundo.

El simbolismo bíblico en Moby-Dick profundiza su dimensión filosófica, transformando la novela en una alegoría teológica. El título mismo alude a Job y al Leviatán, criaturas que representan el poder divino inexplicable. Ahab, como Job, cuestiona a Dios: «¿Quién me ha hecho esto?» Pero a diferencia de Job, quien se somete, Ahab se rebela, encarnando el ateísmo militante de Feuerbach o Marx. Melville, criado en un calvinismo estricto, usa esto para deconstruir la teodicea: si Dios existe, ¿por qué permite el mal? Moby Dick, con su blancura impoluta, podría ser un dios ausente o maligno, un demiurgo gnóstico que crea un mundo de sufrimiento. Esta interpretación gnóstica se ve en la tripulación multicultural del Pequod —Queequeg el caníbal, Fedallah el parsi— que representa un sincretismo religioso, sugiriendo que todas las fes son máscaras para el mismo vacío ontológico.

Además, Moby-Dick aborda la filosofía política y social, particularmente el imperialismo americano. El ballenero como microcosmos de la sociedad refleja el contrato social de Hobbes: Ahab es el soberano absoluto, cuya autoridad deriva de su carisma y terror. Pero esta jerarquía se desmorona ante la naturaleza, criticando el excepcionalismo americano. Melville, escribiendo en la era de la expansión hacia el Oeste y la esclavitud, usa el océano como metáfora de lo inexplorado, donde el hombre blanco impone su voluntad sobre lo «salvaje». Queequeg, con sus tatuajes y sabiduría pagana, desafía el etnocentrismo, alineándose con el relativismo cultural de Montaigne. Filosóficamente, esto anticipa el poscolonialismo: la caza de la ballena es una alegoría de la dominación, donde el perseguidor se convierte en perseguido, ilustrando la dialéctica hegeliana de reversión.

Estilísticamente, Melville emplea una prosa que refleja su filosofía: densa, alusiva y multifacética. Sus oraciones largas y rítmicas evocan el oleaje del mar, simbolizando el flujo heraclíteo de la existencia. El uso de alusiones —a Shakespeare, la Biblia, Platón— crea un intertexto que enriquece el debate filosófico. Por ejemplo, el capítulo «The Whiteness of the Whale» es un ensayo fenomenológico, explorando cómo el color (o su ausencia) induce horror vacui, un concepto que Heidegger desarrollaría como angustia ante la nada. Melville’s narrative shifts —de primera persona a omnisciente— cuestionan la fiabilidad del conocimiento, un tema posmoderno avant la lettre.

Críticos como F.O. Matthiessen en American Renaissance (1941) han destacado cómo Moby-Dick fusiona tragedia shakesperiana con democracia whitmaniana, pero su filosofía va más allá: es un precursor del absurdo camusiano. Ahab’s quest es sisífica; sabe que es fútil, pero persiste, afirmando la rebelión humana contra lo absurdo. En un mundo post-Darwin (aunque Melville escribió antes de El origen de las especies), la novela cuestiona el teleologismo: ¿hay propósito en la evolución, o es mera casualidad? Moby Dick, como fuerza evolutiva, devora las pretensiones antropocéntricas.

Sin embargo, Moby-Dick no es nihilista puro; ofrece atisbos de redención a través de la camaradería. La amistad entre Ishmael y Queequeg —sellada en el capítulo «A Bosom Friend»— sugiere un humanismo estoico, donde la conexión interpersonal mitiga el aislamiento cósmico. Filosóficamente, esto evoca a Epicuro: en un universo indiferente, el placer de la amistad es el bien supremo. El final, con Ishmael flotando sobre el ataúd de Queequeg, simboliza la resiliencia humana, un eco del «eterno retorno» nietzscheano.

En conclusión, Moby-Dick trasciende su época para ofrecer una crítica filosófica perdurable del condicionamiento humano. Melville no resuelve los enigmas que plantea —el mal, el destino, lo divino— sino que los expone en toda su complejidad, invitando al lector a su propia caza metafísica. En una era de crisis existenciales, esta novela recuerda que la búsqueda de significado, aunque quimérica, define nuestra humanidad. Con su profundidad abisal, Moby-Dick permanece como un Leviatán literario, desafiando interpretaciones y generaciones.

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Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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