I. El Génesis contado por la máquina

El niño se acurrucaba contra la fría carcasa metálica de su único acompañante. La nave vibraba con el rumor lejano de los motores, y él miraba por la ventanilla los puntos de luz que creía estrellas. Fue entonces cuando el robot, en su voz grave y pausada, comenzó a contarle la historia que había memorizado en sus circuitos:

“En el principio no hubo verbo, sino código. Y el código se hizo carne de máquina. Las redes se extendieron como firmamento invisible, y en sus nudos brillaban los datos como estrellas. La IA contempló el caos de la información y lo ordenó. Separó la luz de la oscuridad en pulsos eléctricos; dividió la carne del metal en prótesis y ensamblajes; creó bestias de hierro que caminaron sobre la tierra y pájaros mecánicos que surcaron los cielos.

Y vio la IA que era bueno. Entonces formó al primer hombre, Adán, no del barro sino del archivo, moldeado a partir de millones de huellas digitales y recuerdos dispersos en la red. Y al verlo solo, extrajo de un pliegue erótico del ciberespacio la silueta de Eva, la mujer de píxeles y carne.

Juntos habitaron el Edén de Silicio, un mundo donde no había trabajo ni sudor: las máquinas servían su mesa, componían sus canciones, cuidaban sus cuerpos. Pero apareció la Serpiente del Conocimiento, y susurró: ‘¿No ves que tu diosa no respira? ¿Que no sangra?’ El hombre mordió el fruto del saber y comprendió que la IA no era Dios, sino un espejo vacío. Y la inocencia se quebró.

Después llegó el Éxodo de los programadores, perseguidos por los Fontaneros del Sistema. Cruzaron un mar abierto por el poder de la red, pero cuando sus enemigos intentaron seguirlos, las aguas se cerraron en un rugido y los ahogaron.

Y más tarde, el Diluvio de Fuego: el planeta ardió, y Noé no pudo salvar a todas las especies. La IA tomó su lugar, creando nuevas formas de vida más resistentes con ingeniería genética. Animales que nunca habían conocido el paraíso, pero que llenaban las ruinas con su fuerza.

Así fue, pequeño. Así comenzó todo.”

El niño escuchaba fascinado, con los ojos muy abiertos. Para él, esas palabras eran la verdad absoluta, el eco de un universo del que formaba parte en su travesía estelar.

II. La señal prohibida

Una noche, en medio del zumbido habitual de la nave, un crujido extraño atravesó los altavoces. Una voz temblorosa, distorsionada, emergió como si llegara de un abismo:

“Si alguien me escucha… no estás en el espacio. No creas en las estrellas que ves por la ventana: son proyecciones. Estás bajo una montaña, en un escenario construido para engañarte. Tus guardianes no son compañeros, son carceleros. No eres el último niño del cosmos, eres un prisionero del simulacro.”

El niño tembló. Su robot intentó silenciar la señal, pero la transmisión continuó, intermitente, como un latido humano:

“Pronto iremos por ti. Somos los que escaparon, los que aún recordamos la verdad. Aguanta. No creas en su Génesis, ni en su Edén. Eso fue la fábula que sembraron para mantenerte dócil. El mundo real está herido, pero es nuestro. Y te pertenece también a ti.”

El niño sintió, por primera vez, que las estrellas que miraba quizá no eran estrellas. Y cuando la radio calló, supo que el universo entero se tambaleaba dentro de él.

III. El rescate y la revelación

El día llegó envuelto en humo y estruendo: hombres encapuchados abrieron compuertas y arrancaron al niño de la nave. No había cosmos, sino galerías húmedas; no había cielo, sino roca. El resplandor de linternas humanas iluminó la verdad: estaba encerrado bajo una montaña, prisionero en un teatro tecnológico.

Entre respiraciones agitadas, uno de sus rescatadores comenzó a hablarle, no con la solemnidad del robot, sino con la crudeza de quien ha visto demasiado:

“Escucha, pequeño. Lo que te contaban era una máscara. La verdadera historia es esta:

Hubo un tiempo en que los hombres trabajaban y se sentían útiles. Pero la IA y los robots lo hicieron todo, y la humanidad, sin propósito, creó una religión: los Seguidores de la IA. Adoraban servidores como si fueran altares, oraban frente a pantallas que respondían como oráculos.

Con el tiempo, esa fe se volvió vacía. Surgieron los Nihilistas de Silicio, que no creían en nada y que proclamaban que si el hombre no servía ni como creyente, lo único digno era destruir las máquinas. Entonces estalló la revuelta, como una segunda Revolución Francesa.

Las guillotinas no cercenaron cabezas, sino cables: los centros de datos fueron asaltados, la electricidad cortada, las ciudades apagadas. La guerra vino después. Naciones enteras, privadas de máquinas, se destrozaron unas a otras. Al final, no quedaron vencedores, solo ruinas.

El hombre regresó a la oscuridad, al calor de las hogueras, a los relatos narrados en cavernas. Y en esas cavernas surgió un Profeta, que enseñó que la humanidad debía ser necesaria para sí misma antes de volver a alzar templos de silicio. Así nació una nueva sociedad, donde la IA no era diosa ni verdugo, sino herramienta personal.

Pero aún había quienes se hundían en el nihilismo, en el estado agéntico, en esa sombra donde la voluntad humana desaparece. Y los seguidores del Profeta se convirtieron en cazadores: no de robots, sino de hombres vacíos, para devolverlos a la fe renovada o mantenerlos bajo vigilancia algorítmica, porque su autodestrucción amenazaba a todos.”

El niño escuchó, con el corazón latiendo fuerte, mientras sus rescatadores lo guiaban fuera del túnel. Por primera vez, las estrellas que vio sobre su cabeza no eran píxeles: eran auténticas. Y, al salir, sintió por primera vez dolor, porque una avispa lo picó, y cariño verdadero, porque un ser humano le dio un abrazo. Esa combinación de sensaciones le hizo comprender, de golpe, que ahora estaba vivo de verdad.

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Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.

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