[Viene del Capitulo I. La conciencia de La Habana] Ahora voy a contar por qué he estado a punto de suicidarme. Unos meses atrás, en una página web secreta de La Corporación, habían aparecido unas provocativas fotos de una chica de compañía llamada «Los Ojos de La Habana». La mirada de aquella mujer era, ciertamente, muy expresiva, en otras palabras, tenía unos ojos preciosos. Tal vez no está bien que lo diga de esa manera porque esa mujer era yo. Al poco tiempo, un hombre de la Globalización llamado «Pícaro Uno» había viajado hasta Cuba. Más tarde, había entrado en un lugar insólito. Era el callejón de Hammel, un lugar único en el mundo y, por supuesto, un museo al aire libre que estaba dedicado a la memoria del pasado y al arte afrocubano. Había un gran contraste en aquellas obras entre las reminiscencias de la esclavitud y la vitalidad de la cultura natural africana. Un gran grafiti recorría los edificios llenos de esculturas hechas con materiales reciclados. El artista había dejado todo el recinto envuelto en una honda improvisación, era algo auténtico y tenía un aire mítico a creencias de religiones remotas y a personajes llenos de magia. Al fondo podía verse el mar. Por supuesto, todo aquello debería ser algo increíble para alguien venido de la Globalización.

Aquel hombre parecía alguien importante, tal vez era un magnate de algún tipo de empresa o monopolio. Él venía de parte de mi jefe. Yo había decidido hacerlo porque necesitaba el dinero. Soy muy pobre. Era una gran cantidad de dinero. Yo lo reconocería por un sombrero rojo. Me llamó con la mano, ambos bajamos unas escaleras hasta un sótano oscuro que había debajo del bar donde todo el mundo tomaba el ron que tanta fama le ha proporcionado a Cuba.

—Buenos días, la gente me llama «Pícaro Uno» —dijo el hombre.

—Lo sé. Te estaba esperando. ¿Quieres una copa? Tengo el mejor ron de La Habana —le dije

yo.

Por mi parte —en aquel momento— yo también estaba contenta de ver a aquel pintoresco personaje. Aquello era algo extraordinario en mi día a día. Os confieso que me encantaba su uniforme espacial, sus gafas de última tecnología, y su aire de persona importante.

—Está bien, tomemos una copa ―respondió el hombre.

—¿De dónde vienes? ―le pregunté

—Vengo de la Globalización, y te elegí entre muchas muchachas porque tienes los ojos más bellos de La Habana.

—Lo sé —contesté yo— Me llamo Idalmis Hernández, pero para ti seré «Los Ojos de La Habana».—¿Por qué no nos dejamos de más preámbulos y empezamos a hacer ya lo que hemos venido a hacer? —dijo el hombre acercándose a mí y poniendo sus manos en mis caderas.

—Está bien —le dije yo mientras comenzaba a quitarme la ropa.

En ese momento me di cuenta de cuánto sudaba. Le costaba gobernar sus deseos de tomarme por la fuerza, es decir, de violarme. El hombre había descubierto un lado oscuro de su personalidad. Le gustaba el poder. La impunidad. Por eso era un depravado y por eso disfrutaba violando a mujeres hermosas. Le gustaban las mujeres muy jóvenes como yo, apenas mayores de edad. Sin embargo, el hombre me obedeció cuando le pedí que no me pegara. Es más, observé cómo se quedaba hechizado por la belleza y la juventud de mi cuerpo. Mis abundantes pechos y mi pubis perfecto como una escultura recién salida de la fábrica de Dios. Era toda una belleza exuberante y sin mácula, en otras palabras, creo que mi belleza, de alguna manera, le conmovió. Todo aquello fue archivado en algún lugar profundo de su corazón. También le excitaba aquel extraño escenario, aquel abandono. La sensación de que podía pasar cualquier cosa, el surrealismo de aquel rincón alejado del planeta. Pero yo no me fiaba de su mirada. En su mirada había un brillo, un no sé qué. Tenía como una mirada de loco. Entonces, sin más dilación, me tomó del cuello y me pidió que me agachara para que fuera su esclava sexual.

—Un momento… —le dije.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

—Quiero que me prometas una cosa… —le pedí yo.

—Está bien, ¿de qué se trata? —preguntó él.

—Puedes hacerme lo que quieras, pero no me hagas daño —le supliqué yo.

—Claro —añadió él.

Entonces le bajé los pantalones.

—Ummm… ummm… Lo haces muy bien. Llevaba mucho tiempo sin que me hicieran esto… tus labios son deliciosamente delicados… —dijo el hombre.

—Vaya… parece que todo va a ser fácil entre tú y yo…

—Es que me gustas mucho… —replicó el hombre.

—¿De verdad? —le pregunté.

—Sí —me respondió—. Mujeres guapas hay muchas, pero tú, además, tienes los ojos más bellos de La Habana.

—Tú también me gustas mucho —le dije yo.

—Una pena que no nos podamos querer —me respondió.

—¿Y por qué no nos vamos a poder querer? —le dije yo mientras lo abrazaba dulcemente y mis bonitos ojos lo miraban llenos de ternura.

En ese momento comenzó a hacerlo con tanta agresividad que sentí que estaba violándome. Pensé que le había gustado sinceramente al hombre y que no se prodigaba más en sus sentimientos hacia mí porque no quería alimentar mi ego. Pensé que no había visto ningún mal en mí, excepto el narcisismo propio de todas las mujeres bonitas. Tal vez por eso administraba mi belleza. Tal vez por eso tomaba distancia de mi belleza sin perjuicio de que allí disfrutara sobremanera de mis  ubérrimos frutos. Me equivoqué. Era malvado. De repente, cuando terminó, incumplió su palabra y comenzó a pegarme salvajemente. Lo primero que hizo fue ponerme morados los ojos. No le importó en absoluto que aquellos fueran «los más bellos ojos de La Habana».

Intenté defenderme, pero estaba muy dolorida y no podía pensar con claridad. Sentía mucho miedo, angustia y ansiedad. A continuación, el hombre me pegó en la barriga y me dejó sin respiración. Grité. Nadie podía escucharme. Él se reía con la risa más siniestra que he escuchado jamás. Entonces, sacó unas esposas y una pistola antigua que había comprado en un anticuario—era la famosa pistola de Meyer Lansky— y me dijo que me quedara quieta y me colocó una manzana  en mi cabeza. Yo era el premio gordo de una cacería humana. Disparó y voló la fruta en mil pedazos. «Ahora voy a sodomizarte y luego voy a matarte», me dijo. Era muy vil y cobarde al pegarme de esa manera siendo yo una mujer joven e indefensa, pero precisamente eso era lo que le gustaba. Le gustaba abusar de las mujeres indefensas. Después, me confesó que había pagado mucho dinero a una organización criminal para poder asesinarme. Turismo de sangre, ese era el servicio estrella de La Corporación. En otras palabras, ofrecían modelos para que algunos psicópatas poderosos abusaran de ellas y luego las asesinaran. Me había metido yo sola en la boca del lobo, iba a ponerme las esposas y luego a torturarme. Allí no había nadie más y yo no podía pedir ayuda. Estaba muerta, peor que muerta, estaba perdida. Ese hubiera sido mi destino de no ser por un detalle banal que lo cambió todo. En el frenesí del acto sexual, mi ropa había quedado tirada por todas partes. En ese momento pisó mi ropa interior, se resbaló y cayó al suelo, entonces yo cogí la pistola y, de un certero disparo, le volé la cabeza. Supongo que me beneficié de la situación errática y que, de alguna manera, la magia —porque yo soy hechicera— se puso de mi parte.

Desde ese mismo día había estado escondiéndome —todo esto había tenido lugar unos meses antes de la llegada del investigador militar al puerto espacial de La Habana— y ahora que por fin había dejado de hacerlo, de hecho, lo iba recordando cuando caminaba por la calle, y me dirigía hacia la habitación número 401 del Hotel Ambos Mundos.

Por supuesto, él no tenía ni idea del enorme problema en el que yo estaba envuelta, y yo misma albergaba dudas de que alguien pudiera salvarme.

—Buenos días, me llamo Idalmis Hernández.

—Buenos días —contestó Rick.

—¿Es usted el investigador militar?

—Sí —respondió Rick.

—¿Puedo pasar? —le pregunté.

—¡Vaya, qué sorpresa! Adelante, precisamente usted es la persona con la que quería hablar — respondió Rick Cortés mientras cerraba la puerta detrás de mí.

—Me han dicho que anda haciendo preguntas sobre un revólver por La Habana. —le dije.

—En efecto —contestó él.

—¿Acaso es esto lo que estabas buscando? —le dije sacando la pistola de Meyer Lansky de dentro de mi bolso.

—En efecto. Eso es lo que he venido a buscar a este anticuado y maravilloso país. — respondió Rick.

—Pues ya lo has encontrado, pero ahora te agradecería que me escucharas. Es más, me gustaría que me ayudaras a conseguir otra cosa. —le dije yo.

—¿Qué cosa? —preguntó él.

—Ten cuidado, no borres las huellas, porque con ella se ha cometido un crimen. —le dije mientras se la entregaba.

—¿Un crimen? ¿Cómo lo sabes? —preguntó Rick.

—Lo cometí yo. Pero ese hombre se lo merecía.—le respondí mientras le daba la pistola.

—¿Y quién era ese hombre? —me preguntó.

—No lo sé. ¿No lo sabes tú? —le respondí.

—No. A mí solo me dijeron que era un importante cargo de la Globalización —me replicó.

El investigador militar estaba frente a un verdadero misterio. Toda una rareza puesto que en la Globalización ya no existían los misterios.

—¿Por qué lo mataste? ¿Puedes explicarme eso mejor? —respondió él.

—Sí, maté a un psicópata. Un psicópata venido desde la Globalización que contrató los servicios de una organización criminal.

—¿Estás segura?

—Sí. Lo hice en defensa propia —le dije yo.

—¿Quién eres tú? —preguntó él.

—Soy una hechicera. En realidad, yo estaba esperando que vinieras a buscarme. No me fío de la policía cubana. Aquí hay un delegado de esa organización, alguien conocido como el señor Wagner. Ese hombre tiene en nómina a muchos personajes poderosos de esta isla. No sé de quién puedo fiarme, por eso me oculté hasta que llegaras tú. Estaba esperando que llegara un investigador militar desde la Globalización para que realizara una investigación independiente —le dije yo.

—¿En serio, fuiste tú la que puso una denuncia en la inteligencia artificial que controla la Globlación? —me preguntó.

—Si. También sé bastante de ordenadores. Soy hacker. Lo hice con un viejo teléfono móvil que me regaló un turista. Y ahora tú me ayudarás a resolver este misterio.—le dije.

—Pues creo que no va a ser tan fácil. De hecho, creo que están intentando matar dos pájaros de un tiro, porque yo tengo la sensación de que, a mí, en la Globalización, quieren quitarme de en medio —respondió Rick.

—Ya lo sé. Ellos también quieren matarte a ti. Sé mejor que nadie que allí también hay muchas instituciones que son corruptas. Pero hay una leyenda escrita en las estrellas que habla sobre un grupo rebelde que aquí en la isla será liderado por un investigador militar. Ese grupo que se mantendrá fiel a la verdad y la justicia será el que iniciará una rebelión dentro de la Globalización y luchará por sacar del poder a los psicópatas y a los tiranos. Ellos serán los que escribirán de nuevo la historia —le dije yo.

—¿Y piensas que yo soy uno de ellos? —preguntó Rick.

—A través de la Cuarta Dimensión pude encontrarte, y cuando vi tus ojos me di cuenta de que tú eras la persona que estaba buscando. Por eso te elegí a ti. Eres un vidente y te convertirás en un líder. Estoy segura de que tú serás el primero de una nueva generación, y tras tus pasos te seguirán otros que formarán una alianza rebelde —le respondí.

—¿Yo? Si soy un oficinista —contestó Rick.

—Vayamos paso a paso —le dije.

—¿Y qué quieres que haga? —preguntó Rick.

—Lo importante es que me ayudes a desmantelar esa organización criminal —le dije yo.

—¿Qué organización criminal? —preguntó Rick.

—La Corporación. Esa organización es la que trajo al hombre que me había contratado para matarme —le dije yo.

—Vale, vale. ¿Y tú cómo sabías y que iba a venir yo? —preguntó Rick.

—Nadie había matado nunca a un cliente de La Corporación, y como era un cliente de la Globalización, estaba segura de que tarde o temprano mandarían a alguien de allí para encontrarme

—le dije.

—Me han hablado de ese cliente, por lo visto era un hombre con cultura, incluso parecía ser fan de Hemingway —añadió Rick.

—¿Fan de Hemingway? Pues a mí me pareció simplemente un asesino. Tuve suerte de matarlo, pero ahora corro un grave peligro —le confesé.

—¿Crees que la organización va a mandar a un sicario contra ti? —preguntó Rick.

—Creo que mandarán a más de uno —le dije.

—Tienes razón. Desde su punto de vista, tú no puedes continuar con vida, serías un cabo suelto demasiado importante —afirmó el investigador militar.

—Pero no pienso quedarme esperando a que venga a matarme. Quiero ir a por ellos —le dije.

—¿Sabes quiénes son los que componen esa organización? —preguntó Rick.

—No lo sé. Ya te he contado todo lo que sé. Quiero acabar con esta organización criminal y denunciar públicamente a sus clientes —le dije yo.

—¿Cuál es el perfil de sus clientes? —preguntó Rick.

—Son todos del tipo de «Pícaro Uno» —le dije.

—¿Tienes alguna foto de «Pícaro Uno»? —preguntó Rick.

—Sí —le respondí mientras buscaba una fotografía en mi teléfono móvil y se la enseñaba. Entonces el investigador militar reconoció al sujeto con una simple mirada. Aquello fue como ver volver a alguien de la muerte.

Se trataba del famoso general llamado Kurt, un despiadado cabecilla de la Globalización que llevaba una década dado por muerto. Es más, en teoría, era el mayor héroe de la Primera Guerra Espacial. Lo extraño es que debía estar en un enorme mausoleo erigido en un parque público que todo el mundo podía visitar. No en balde, en teoría, había fallecido —tomando el baluarte galáctico donde se hallaba su centro de control— en una dura batalla contra los robots alienígenas en las arenas de Marte.

—Eso cambia mucho las cosas. Si ese hombre estaba con vida, incluso es posible que esa guerra en las arenas de Marte nunca haya tenido lugar. Ahora, de forma clara, mi mente se abre a la posibilidad de que todo eso fuera un cuento. Un ejemplo claro de posverdad con fines de propaganda —dijo de repente Rick.

—¿Qué guerra? —Le pregunté.

―Se supone que hubo una guerra por los baterías de los androides. O mejor dicho por las tierras raras que son los minerales de las que están hechas esas baterías. ―me respondió

―¿Y allí luchó ese hombre? ―insistí.

—Sí. Y ahora lo van a exhumar. Pero entonces lo de la exhumación del general Kurt es una farsa. —dijo de repente Rick.

—No entiendo —le dije yo.

—Lo van a exhumar para llevarlo a un mausoleo más grande. En teoría es un héroe de guerra. Pero esa guerra todavía no ha tenido lugar. Les han hecho creer que el futuro era parte de la historia. Desde el 2020 hasta el 2062 se han inventado la historia —dijo Rick.

―¿Y eso para qué? ―le pregunté.

―Entonces todas las noticias sobre las provocaciones de los robots alienígenas son fake news.

―añadió.

—¿Fake news? ¿Qué es eso?—pregunté yo.

—¡Ahora lo entiendo todo! —gritó Rick—. En realidad, el pasado que pulula por las redes no ha sucedido todavía. En otras palabras, el pasado que nos han vendido es un futuro diseñado a su gusto. De hecho, la Primera Guerra Espacial todavía no ha tenido lugar, y los generales que fallecieron en ella tienen otra identidad, llevan otra vida e incluso se dedican a cometer actos criminales.

—No entiendo nada… —le dije.

—La existencia de esa organización criminal prueba la falacia del pasado de la Globalización. En realidad, en el pasado la Globalización no era un imperio sino una democracia, es decir, una república —replicó Rick.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté yo.

—En el lugar de donde provengo, de una manera encubierta, el pasado real está prohibido y todo se justifica en base a un pasado inventado que en realidad es un futuro que está todavía por pasar —replicó Rick.

—No entiendo nada. Eso es un disparate —le dije yo.

—Es un poco complicado, lo sé, por eso este caso es más importante de lo que parece. No solo se trata de desbaratar una organización de psicópatas, también es una cuestión de contar la verdad y sacarlos del poder —añadió Rick.

—Supongo que tienes razón —le respondí.

—¿Por qué crees que lo hacen? —preguntó el investigador militar.

—Sencillamente, son malos. Gente sin conciencia —le respondí.

—Resulta curioso —contestó Rick.

—¿Curioso? —le pregunté.

—Sí. Es un fenómeno que se repite —continuó diciendo.

—¿Qué fenómeno? —le pregunté

—Que, independientemente del sistema político que sea, al final acabamos siendo gobernados por gente sin conciencia —contestó Rick.

—Será porque la gente que tiene conciencia no quiere gobernar a los demás —le contesté.

—¿Dónde enterraste el cadáver? —preguntó Rick.

—Lo enterré en el jardín de mi casa —le dije.

—Hay que exhumarlo. Ya pensaré dónde podemos enterrar sus restos. Si al final todo esto se aclara, lo ideal sería hacerle un mausoleo aquí en Cuba —añadió Rick.

—¿Un mausoleo? —le pregunté.

—Sería la broma perfecta. ¿Te imaginas al general Kurt, el héroe de la Globalización fallecido en la Primera Guerra Espacial, enterrado al lado de Fidel Castro? Sería una réplica incontestable y, por ende, la mayor crítica a la falsa memoria futura de la Globalización —concluyó Rick.

Por lo demás, el investigador militar ya tenía la pistola y habían encontrado a la asesina. Era el momento de descansar, pero necesitaba cambiar dinero. Para que no lo grabaran las cámaras, lo hizo en la calle, es decir, usó a un lugareño que, por una módica comisión, le cambió el dinero. El banco ideal para cambiar divisas en Cuba era el Banco Metropolitano, pero no podía arriesgarse. El cambio callejero era la solución. Ya estaba arreglado. Lo hicieron en un callejón, como se mueve todo en el mercado negro. Ahora llegaba el momento de vestirse en condiciones. Tanto era así que lo primero que hizo nada más conseguir el dinero fue ir a un barbero local. ¿Sería cierto aquello que todo el mundo hablaba del encanto del trópico? Esa celebrada jovialidad de la gente caribeña se notaba incluso en su forma de arreglarse o de vestir. Desde luego, era un gran desafío intentar llevar un poco de esa magia natural a las ideas y a la figura triste del investigador militar.

Una mirada fresca y sin prejuicios bien le podía ayudar a encontrar ese equilibrio espiritual que tanto tiempo hacía que había perdido y que lo alejaba de sentirse humano. Pronto ese desenfadado aspecto latino se vio reflejado en su barba y su bigote. El barbero, anticipándose a una suculenta propina, le evitó la cola de clientes habituales y le hizo una pequeña obra maestra. Rick quedó sorprendido por su buen aspecto. No obstante, para terminar su transformación, ahora debía comprarse algo de ropa en las tiendas locales. Era el momento de vestirse de forma local, pero atildada. A pesar de todo, no podía dejar de sentir algo diabólico en todo aquello. Tal vez eran los coletazos de su falta de autoestima, lo cierto es que se acordó de la obra de Goethe y de su pacto con el diablo. El resultado fue inmediato. Nada más envolverse en ese nuevo atuendo, todas las miradas femeninas se fijaron en él. Algunas mujeres, seducidas por aquella imagen prometedora de caballero latino e informal, apenas podían contener sus sonrisas e incluso le sacaban la lengua al pasar. Nunca se había sentido tan deseado. Cuando llegó allí, en la recepción del hotel sentada, estaba esperándolo yo, la hechicera Idalmis Hernández.

—Hola, en la situación que estamos los dos, no sé si deberíamos salir a la calle como si tal cosa. Alguien podría venir a matarnos —dijo Rick.

—Me da igual. A tu lado me siendo segura —le dije yo.

—Está bien. Oye… ya veo que hoy has destacado bastante tu belleza habitual… Ese vestido te sienta muy bien. Realmente estoy impresionado —dijo Rick mientras les pasaba revista a todos mis atributos.

 

 

 

Rick.

—Tú sí que estás bien. Pareces otro —contesté yo.

—¿Te gusto? —preguntó Rick.

—Quiero que esta noche me hagas el amor —le dije yo.

—Pero te prevengo que debería llevar un cartel que advirtiera que soy novato —respondió

 

—No importa. Yo te enseñaré lo que no sepas —le respondí yo.

Podía sentir lo que pensaba, podía imaginar lo que sentía Rick. Para él, tomar una cerveza en un bar al lado del famoso Floridita con una exótica belleza como como yo no tenía precio. Mientras tanto, a su alrededor pasaban los coches de la era de la mafia, y algunas naves de hito en hito cruzaban el cielo. Yo sentía cuando me miraba que le parecía muy hermosa, hasta tal punto que se preguntaba si tal vez no era demasiado tarde para enamorarse de mí. La noche caía sobre La Habana y cualquier cosa podía pasar. Más arriba, a lo lejos, en el cielo, podían divisarse los cruceros espaciales que vigilaban noche y día para que se cumpliera el bloqueo. Éramos tan diferentes, y ahora ambos estábamos en otro mundo. Entonces decidimos ir a comer a un sitio caro. Lo cierto es que el dinero que traía Rick de la Globalización, en Cuba era una pequeña fortuna.

—¡Oh, Rick! ¡Este sitio es maravilloso! —le dije al oído.

—No está nada mal. Y se nota que es caro, porque solo estamos tú y yo —respondió el investigador militar.

Estábamos comiendo una ternera exquisita cuando de repente entró una pareja de personas de mediana edad. El hombre iba vestido de uniforme. Era el coronel Montoya, uno de los altos cargos del régimen de los Castro.

—¡Vámonos de aquí! ¡No pienso tolerar que la gente vulgar escuche nuestras conversaciones!

—gritó con gran indignación y desprecio su mujer ante el asombro de todos los camareros.

Sin duda, nosotros no dábamos el perfil habitual de aquellos escasos restaurantes de lujo que estaban pensados para los militares del régimen de los Castro. No obstante, nuestro dinero era igual de válido que el suyo, y al final fueron ellos los que se marcharon y a nosotros a los que agasajaron con aquellas sabrosas viandas.

Durante el camino, apenas cruzamos alguna palabra, pero Rick agarró mi mano y con ese pequeño gesto me hizo sentir muy bien. Era de noche y el taxista nos dejó frente a una nutrida cola de jóvenes que se afanaban por entrar en el local de moda. Poco después, estábamos sentados en mitad de la pista de baile en unas mesas bebiendo cerveza. Una gran pantalla nos ofrecía música de baile y el local poco a poco comenzaba a llenarse. Se llamaba La Gruta y estaba situado en un sótano. Toda la gente era de color, Rick era el único blanco, y por eso llamaba mucho la atención. Era muy agradable estar a su lado. Poco a poco, yo me había dado cuenta de que él nada más que se

fijaba en mí, y su mayor deseo era agasajarme como a una reina, ora porque la belleza de mis encantos había ablandado todas sus resistencias, ora porque el investigador militar había encontrado la manera de permitirse enamorarse de mí, a mi lado su corazón estaba de nuevo reconciliándose con la vida.

Llegó la hora de bailar. Ambos nos levantamos y comenzamos a dejarnos llevar por la música. Evidentemente, Rick se movía como un pasmarote, pero era mi pasmarote. De hecho, cuando todo el mundo comenzó a bailar pegado, yo lo rodeé con mis encantos. No sabía bailar. Pero sentí cómo se excitaba mientras bailaba, y mi cuerpo se estrechaba contra el suyo. Íntimamente juntos comenzamos a desearnos más y más. Y de repente comenzó a hacer más y más calor. Tanto era así que ambos empezamos a sudar. La cerveza ya no era suficiente. Una mirada en derredor hizo al investigador militar darse cuenta de lo que en realidad sucedía: no había aire acondicionado. Unos cien mulatos y mulatas bailando en un sótano en el Caribe. El calor era insoportable.

Sin embargo, nosotros estábamos acostumbrados, y cuando me propuso salir a tomar el aire fresco, yo me negué porque podíamos perder las sillas y la mesa. Fue él quien me convenció para que fuéramos a tomar el consabido daiquiri en una terraza contigua. No me habrían dejado entrar de no ser porque iba con él. Era un lugar turístico con música en directo. Al fin y al cabo, no había sido mala idea. Se estaba mucho mejor allí. Además, podíamos hablar y mirarnos detenidamente a los ojos. Sin duda, ambos necesitábamos desconectar. En un mundo tan caótico donde apenas se daban oportunidades para ser realmente humanos, una verdadera noche de amor, aunque fuera desesperada, era para siempre. Unos arcanos muy profundos se habían despertado entre nosotros. Éramos los protagonistas de algo. De algo muy importante.

Tomamos un aerotaxi y, de nuevo, él agarró mi mano como dando fe de que teníamos algo muy bonito que iba creciendo entre nosotros. Poco después, estábamos en la recepción. Por una extraña norma del hotel —que el investigador militar no entendía— yo no podía subir a su habitación. Unas machistas normas impedían la entrada de mujeres cubanas con turistas en los hoteles de La Habana. No obstante, en un lugar como Cuba, casi todo se podía comprar. Unos pocos billetes cerraron el trato y al momento ambos íbamos subiendo por el ascensor. Esa clandestinidad aumentó, si cabe, todavía más el deseo. Allí en su habitación nos vimos desnudos por primera vez. Allí fue donde por primera vez comenzó a penetrarme bien rico y, entre nosotros, os confesaré que tenía una salchicha muy personal.

—¡Oh, Dios mío! —grité yo.

—¿Qué ocurre, cariño? —preguntó él.

—¡Has destruido el preservativo! ¡Ha explotado dentro de mí! —le grité.

—Lo siento. Es que me gustas mucho —contestó él.

—Ya, pero ¿cómo ha podido pasar? —le pregunté.

—Me hice la circuncisión antes de venir a Cuba. No sé cómo ha podido pasar. Lo cierto es que estaba muy excitado. Ya te decía yo que debería llevar una L, ahora me aprietan mucho los preservativos —dijo Rick.

—Lo de la L no será por ser novato… Tienes que llevar una XL, es decir, una talla más grande

—le respondí.

Rick me veía a mí como un diamante en bruto. Yo me daba cuenta de cómo reconocía en mí el incipiente buen gusto de las mujeres fatales. Pero era mejor incluso, pues, debido a mi juventud, nada ni nadie había agriado mi natural buen carácter, lo que, sin duda, añadía una profunda pureza a mis sentimientos.

Sin embargo, aquella noche no pude dormir. Me la pasé en vela pensando en el señor Wagner. Había algo que no entendía de toda aquella historia. ¿Cómo podía verme? Yo miraba a través de los ojos de Oludumare, porque era una hechicera y las hechiceras podíamos entrar en contacto con la Cuarta Dimensión y la conciencia universal. Pero ¿cómo lo hacía él? La única explicación era que  él también fuera un brujo. Tal vez un brujo principiante, estaba empezando a abrir sus ojos. En cambio, yo sí tenía experiencia, y mis ojos llevaban mucho tiempo abiertos. Fue por eso por lo que pude ver a través de los suyos. Algo le había vuelto loco. Mi fuga y sobre todo la muerte de un importante cliente de la Globalización le habían afectado mucho. Se sentía en peligro. Por eso iba a apelar a la magia. A su debido tiempo, la joven mulata que tenía prisionera iba ser objeto de un sacrificio humano. Podía verlo con total claridad. Él estaba rodeado de sus secuaces, todos estaban tomando cocaína. Esa noche sentí cómo le decía a la mujer que le bajara los pantalones. Y mientras lo hacía, él se excitaba porque en cualquier momento la podía estrangular. Era así de perverso. No dejaba de ver la escena. La violaba. La violaba una y otra vez. Una sensación de impunidad brutal embargaba al brujo. Una emoción egoísta lo elevaba por encima de toda piedad por el prójimo. Es más, le excitaba la vulnerabilidad y la docilidad de la mujer que estaba completamente ajena a lo que se le venía encima. La estaba observando, estudiaba su miedo. Y cuando terminó de hacerlo en su boca, la golpeó con toda crueldad. Todo estaba muy oscuro. Ella perdió el sentido y al despertar tenía una cadena en el cuello y estaba encerrada en el sótano de un lugar desconocido. De nuevo estaba donde había comenzado un cautiverio sine die.

—Escucha —dijo el señor Wagner apuntándole con una pistola láser—, voy a darte entre ceja y ceja…

—¡No! ¡No! —gritó la mujer fuera de sí.

—No ha llegado tu hora todavía, pero no dudes que al final morirás con un disparo que saldrá del cañón de esta pistola láser —concluyó el señor Wagner.

Como me diría el investigador militar más adelante, aquel depredador tenía una de las calificaciones más altas en la escala de los psicópatas. Era un hombre muy cruel y perverso. Disfrutaba con el sufrimiento de la chica. Él había decidido prolongar su vida un día, tal vez más, y todas las pesadillas del mundo la aterrarían hasta que la muerte pusiera fin al horror. Obviamente tenía también planes para mí. Pero primero yo quería salvarla. Es decir, ver dónde estaba para intentar llegar hasta allí, pero era un lugar muy extraño. No podía reconocer nada familiar. Mi mente divagaba. Tal vez era un mecanismo de defensa.

—Tú estás metida de lleno en esta historia, nada puedes hacer tú para evitar que se cumpla mi ritual mágico. Has aparecido por voluntad propia y lo vas a pagar muy caro —dijo de repente el señor Wagner, que podía hablar conmigo desde lejos—. Voy a matarte y dejaras de ser un testigo molesto. Puedes verme y no puedo consentir que nadie me vea. Sé dónde estás en todo momento. Iré a por ti cualquier noche de lluvia y te degollaré como a un animal.

Mientras tanto, Rick —que dormía a mi lado— también tenía una pesadilla. Todos los investigadores necesitaban un perverso asesino que los hiciera centrarse en su trabajo. La verdadera vida estaba en la lucha. No había que buscar refugio, era mejor enfrentarse a las cosas. Rick había sufrido tanto que ya que pensaba que estaría solo para el resto de sus días. Sin embargo, yo con mi juventud y mi belleza simbolizaba para él todo lo que tiene valor en el mundo. Una especie de esperanza, como la semilla para un mundo nuevo. Era la pastora suave que tocaba la flauta en un remanso de paz y sosiego. En mis ojos se contenía la flauta de pan, y entre mis cabellos se podía recrear la sensualidad de la risa de Helena de Troya. Ahora solo restaba atrapar al lobo, ese gran lobo de ojos de fuego que había prometido degollarme. El pánico de la proximidad de aquel lobo nos hizo despertar a ambos del sueño donde cielo era más azul y más profundo.

Sí, mi belleza juvenil era un buen desafío para su carácter errático y su madurez rebelde. A veces, su actitud me recordaba todo aquel imaginario pasado de los guerrilleros en Sierra Maestra, cuando el individuo se rebelaba contra el sistema y las causas eran muy importantes: los altos ideales, el amor a la libertad. Porque ser un investigador militar estaba pasado de moda, sobre todo en un mundo que había sido diseñado por los altos cargos de la Globalización. Un mundo hijo de inventos como Internet que extendieron la manipulación tecnológica a través de las redes sociales y de la venta de datos. Él venía de allí, lo sabía mejor que nadie. Rick Cortés había atendido celosamente un archivo durante muchos años y conocía la historia. Había leído cómo el mundo lo cambiaron poco a poco tiranos como Donald Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil, y acontecimientos históricos como la pandemia de 2020 y el acercamiento de Rusia a China. Sí, Rick era de las pocas personas que contaba con la información requerida para sacar las conclusiones adecuadas. Era el exceso, la corrupción y el puro abuso de poder lo que deterioraba los sistemas

políticos. Daba igual el signo que tuvieran porque a la vista estaba que la crisis política se extendió a nivel planetario. La democracia se convirtió en dictadura debido a control tecnológico de los datos. Aun así, él sí creía en una alternativa. Un mundo con defectos, pero mejor organizado, donde una conciencia global predominara sobre los grandes egos. Un mundo en el que también hacían falta mujeres como yo. Sacerdotisas que denunciaran a los psicópatas subclínicos que estaban al cargo de las más poderosas instituciones. Hombres crueles que en privado maltrataban a las mujeres. Por el contrario, eran también necesarias las mujeres en el poder, pero no mujeres feministas ni machistas, sencillamente mujeres, porque esas mujeres sencillas serían las que cambiarían el mundo.

Más tarde, yo lo veía todo y no podía permanecer impasible ante tales crímenes. No en vano yo era una hechicera, una mujer maldita porque mi alma salía de mi cuerpo y llegaba hasta lugares remotos. Tanto era así que yo a veces tenía un estado alterado de conciencia. Un estado que me hacía entrar en otra dimensión, tal vez en una cuarta dimensión, y no era la única persona capaz de hacerlo. En la isla, al menos, había otro. Un psicópata que sabía que yo podía verlo y quería matarme precisamente con la pistola que Rick había venido a buscar. Y ese psicópata era conocido como el señor Wagner.

Un poco más tarde, cuando despertó, Cortés tuvo una idea. Yo dormía como un ángel. Salió a la calle sin despertarme. Quería interrogar a un sospechoso. Por eso, después de desayunar en la calle Obispo, se dirigió al Castillo Espacial de Policía de La Habana Vieja. Al rato, estaba hablando con el comisario de policía, el señor Felipe Bueno.

—Hola, buenos días, me llamo Rick Cortés, vengo de la Globalización y soy investigador militar. ¿Podríamos hablar en un lugar más tranquilo? —dijo Rick a la vista de que aquel hombre quería despacharlo rápido y se inclinaba a atenderlo de pie y en el pasillo.

—Me han dicho que ha preguntado por mí. Sí, sí por supuesto. Acompáñeme a mi despacho

—replicó el comisario Bueno.

—No sé, pero lo había imaginado más alto… —dijo Rick mientras aquel orondo y bajito mulato lo acompañaba a su despacho.

—No nos mire con tanta condescendencia, Cuba también es un país digno. Debería tener en cuenta que nuestras instituciones son igual de válidas que las suyas —contestó el comisario.

—Solo que están un poco más a la venta —añadió el investigador militar.

—¿Qué está insinuando? ¿Ha visto las últimas noticias de la Globalización? —preguntó el comisario.

—No. No tengo Internet —replicó Rick.

—El Tribunal Global acaba de decretar que, ya para siempre y de forma oficial, quedan

terminantemente prohibidos los libros sobre la historia occidental. Van a destruir los archivos de la Globalización. A partir de ahora solo existirán las diferentes versiones del pasado que existen en Internet. ¡A partir de ahora el mundo quedará sin memoria! ¡Ya nadie hablará de nosotros! ¡Es un escándalo! —contestó el comisario Bueno.

—Todavía existe gente con conciencia, hay muchos historiadores, alguno denunciará todas las mentiras—contestó Rick.

—Ya, pero será ejecutado de inmediato—replicó el comisario Bueno.

—De todas formas, también sospecho que Internet es demasiado extenso. Yo diría que en alguna parte incluirá también la verdad —replicó Rick.

—La ridiculizarán. Usted sabe que hubo una primera sentencia en la que la sala competente  de dicho tribunal fallaba que el pueblo global siempre tendría derecho a conocer la historia en papel y, por ende, acceso a los archivos que contienen las fuentes. Como se han reído de esa sentencia, ahora igual dirán que la historia verdadera será una más de innumerables fake news—añadió el comisario.

—De todas formas no he venido aquí para hablar de eso.—replicó Rick.

—Pero debe reconocer que todo ese asunto es extremadamente bochornoso. Sobre todo, la forma en la que han gestionado el cambio de opinión. Ha quedado en tela de juicio la independencia judicial —insistió el comisario.

—Al menos, hay una apariencia de separación de poderes. Aunque es cierto que en la Globalización la justicia está muy politizada —respondió Rick.

—Esto es más grave —dijo el comisario.

—Lo admito. Tiene usted razón. Parece el fin de la democracia. Eso que me está usted diciendo es algo sin precedentes. Es un paso atrás enorme. Al menos, antes la gente estaba desinformada, pero había libertad de pensamiento. La población de la Globalización debe protestar en la calle —replicó Rick.

—¿Sabe lo que significa eso, señor Cortés? —preguntó el comisario.

—Me hago una vaga idea, pero dígame lo que piensa usted —replicó Rick.

—Que en la Globalización hay una dictadura del futuro. De un futuro que todavía no existe.

Un tiempo nuevo y solo suyo que van a imponer a todos los demás —dijo el comisario.

—Sí, desde hace poco acabo de darme cuenta de que es totalmente cierto lo que usted dice. El problema es que no hay término medio. O se establece una tiranía del pasado o una dictadura del futuro —dijo Rick.

—Habla usted con mucho criterio —admitió el comisario.

—Mire, le diré una cosa. En todas partes pasa lo mismo, los poderosos están bien y los pobres

están mal, pero lo que más duele es que encima quieren que nos sintamos culpables si no cooperamos con un sistema que es injusto —sentenció Rick.

—Muy bien explicado —añadió el comisario.

—De hecho, ahora veo claro que yo en el puesto que desempeñaba en la Globalización lo que tenía era un problema de autoestima. Y ahora tengo claro que hay cosas que son innegociables — continuó Rick.

—Lo veo muy inspirado, señor Cortés… —concedió el comisario.

—Sí, pero no he venido aquí para dar discursos… —dijo Rick.

—Bueno… ¿Qué es lo que quiere? —preguntó el comisario Bueno.

—Estoy inmerso en una investigación y me gustaría que usted me ayudara. Iré al grano, quiero saber si están encubriendo ustedes, los altos mandos policiales, a una organización criminal llamada La Corporación —replicó Rick.

—Veo que se ha vuelto usted completamente loco. Antes, por un momento, pensé que era usted un hombre inteligente. Ahora comprendo que estaba equivocado —añadió el comisario Bueno.

—Vaya, veo que tiene usted problemas para controlar su ira. Hay una mujer que está en peligro. Esa organización la ha secuestrado y va a matarla, supongo que no sabe nada al respecto — añadió Rick.

—Aquí muere mucha gente. Yo no tengo culpa de eso —replicó el comisario Bueno.

—Falta de responsabilidad, un rasgo muy llamativo en un comisario —contraatacó Rick.

—No sé qué es lo que pretende, pero está usted aburriéndome con sus disparates y tengo que ocuparme de otros asuntos. Es hora de prepararme para ir al palco, hay un partido de béisbol y tengo que marcharme. —contestó el comisario Bueno.

—Solo le importa el presente —añadió Rick.

—¿Qué es lo que quiere? No juegue conmigo, le advierto que no me importa usted una  mierda y por lo que veo no creo que vaya a suceder nada bueno si sigue con esas preguntas — amenazó el comisario Bueno.

—Carencia absoluta de empatía. Se le está cayendo a usted el disfraz —añadió Rick.

—Si me permite la franqueza, después de todo parece usted un tipo verdaderamente interesado en este asunto, eso es lo que menos me preocupa. Ahora mismo mi verdadera preocupación es evitar meterme en líos con mis superiores, que no saben qué deben hacer con un desequilibrado investigador militar enviado desde la Globalización. Y, francamente, no es mi problema —contestó el comisario Bueno.

—Vaya, vaya… demuestra usted un bajo nivel emocional. Cinco de cinco —añadió Rick.

—¿Qué es esto? ¿Cómo se atreve usted a utilizar su psicología barata conmigo? ¿No sabe que soy el comisario Bueno? Está usted realmente loco, señor Cortés —gritó el comisario.

—Voy a serle sincero. Creo que usted cumple el perfil adecuado para formar parte de los que están siendo comprados por La Corporación. En otras palabras, podría estar perfectamente en su nómina. Es más, incluso podría ser su delegado en el país, el temido señor Wagner —contestó Rick.

—Es usted muy atrevido viniendo a mi comisaría a acusarme de ser un asesino en serie, ¿no le parece, señor Cortés?

—Le diré una cosa. He descubierto que es usted un psicópata, pero no es el psicópata que yo estoy buscando. Pertenece a otra clase a los psicópatas «con éxito», esos que se arreglan para no ir nunca a la cárcel ni ser tildados de delincuentes —concluyó Rick mientras se levantaba y abandonaba con un gesto altivo el siniestro despacho.

—Ándese con mucho cuidado, señor Cortés. A veces, La Habana es un lugar peligroso — sentenció el comisario Bueno antes de que se marchara.

Ella estaba volviéndose loca allí encadenada con el señor Wagner a punto de volver y toda aquella cantidad de artilugios para la tortura que había sufrido sobre sus jóvenes y duras carnes. «Quiero estar dónde nadie me vea», pensó, «y así podré librarme de él». Pero el único sitio similar que se le ocurría para realizar su deseo era la propia muerte. Ella había vivido toda su vida en la oscuridad, pero podía reconocer las cosas con las manos. La querían dócil y, a base de torturas, la mujer se había vuelto una esclava sumisa. Era el síndrome de Estocolmo o el mero instinto de supervivencia. Cada vez que sonaba la puerta y sobre la habitación escuchaba los firmes pasos de aquel criminal sin escrúpulos, ella se mostraba dócil con sus malvados captores.

Fue cuando entró Rick cuando regresaron las preocupaciones latentes y las preguntas postergadas.

—Tú no deberías formar parte de esta historia. Ya deberías estar muerta, porque eras un anuncio de La Corporación. Nos perteneces y pronto nos cobraremos la deuda.

—El señor Wagner quiere matarme —le dije nada más verlo entrar.

—¿Estás segura? —insistió Rick.

—Cuando miré por «los ojos de La Habana», él también me vio. Ahora estoy en peligro. Contemplé a una mujer encadenada. Es ciega y ha sido violada y torturada, está a punto de morir. Ese hombre pronto va a matarla para conseguir el favor de los dioses…

—¿Cómo sabes que es un psicópata? —preguntó Rick.

—Lo desprecio y lo compadezco —respondí yo—, y te diré una cosa… sé que es un psicópata porque, a pesar de sus poderes mágicos, es incapaz de tener sentimientos profundos. Carece de humanidad, es solo un animal que piensa. O lo que es lo mismo, un depredador humano.

—Entiendo —continuó Rick.

—Quiere matarme porque yo puedo verlo y teme que lo entregue a la policía —repliqué yo.

—¿Sabes dónde está encerrada esa chica? —preguntó el detective.

—Fue un sueño muy borroso. Muy oscuro. Había un puente y una trampilla. Podía sentir su terror. Había muchos árboles…

—¿Puedes recordar algo para identificar el lugar? —insistió Rick.

—Una especie de árboles que solo existen en un sitio —contesté yo.

—Esa es una buena pista. ¿Cuál es ese sitio? —preguntó Rick.

—El parque John Lennon —contesté yo.

—Vamos sin dilación. Esa chica está en grave peligro —contestó el investigador militar.

—Primero deberíamos recoger a mi primo. Él conoce mejor que yo esa zona —le expliqué

yo.

—Está bien —contestó Rick.

Salimos a la calle y cuando menos no lo esperábamos, un grupo de policías fuertemente armados nos rodearon y me pidieron la documentación. A Rick, como era extranjero, lo dejaron tranquilo. Tras unos minutos de una tensa espera, nos hicieron un breve interrogatorio y al fin pudimos seguir por nuestro camino.

—¿Qué ha sido esto? —preguntó Rick.

—Piensan que te estoy asediando —le respondí yo.

—¿A qué te refieres con «asediando»? —insistió Rick.

—Estamos en la zona de asedio —contesté yo.

—¿Qué es la zona de asedio? —preguntó Rick.

—La zona de prostitución —le respondí yo.

—¿Quieres decir que se dedican a molestarnos a nosotros mientras un psicópata está a punto de matar a una mujer? —añadió Rick.

—Exactamente —contesté yo.

Poco después estábamos en casa de mi primo, el Tortuga, que fue quien nos consiguió un taxista  que nos pedía una suma razonable por llevarnos hasta allí. Lo malo sería la vuelta, pero esa ya era otra historia. El Tortuga —con su aspecto jovial, con su parche en el ojo y su diente de oro— le cayó muy bien a Rick, a pesar de que acababa de salir de la cárcel. Al fin y al cabo, era un buen refuerzo para la aventura que acabábamos de emprender. Pronto el investigador militar tendría más noticias de La Corporación. En la sombra, el señor Wagner era el líder de los que negaban el pasado y los libros en papel, y había venido de la Globalización. Muchos lo describían como un malvado pródigo y divertido que se había lanzado a la conquista de las noches de La Habana. Un desfile de

innumerables personajes de la farándula se sumó a sus andanzas. Conocido y apreciado en los hoteles de la Habana Vieja, el famoso psicópata —gracias a sus suculentos sobornos— se granjeó la fama de buen cliente. Rodeado de sus más fieles ayudantes, el rey de los criminales se codeaba con la flor y nata de la noche tropical. Desde turistas de países independientes enamorados de Hemingway hasta jovencitas preciosas encandiladas con sus regalos, contorsionistas, músicos desconocidos que alegraban los bares, mercaderes nocturnos, pilotos de naves que postulaban como conductores fijos, guardaespaldas y guías que lo llevaban y lo traían de los peores antros de La Habana, pasando por escritores de la noche, que ponían a su disposición sus amplios conocimientos de la magia, porque ese delincuente también estaba muy interesado en la hechicería. Por supuesto, su impunidad a la hora de ejecutar la violencia le confería una reputación aterradora. Pero lo que resultaba increíble era que mucha gente que sabía cosas de él no solo no lo denunciaba, sino que, claramente, lo admiraba. De alguna forma, entre todos habíamos creado un sistema que era ideal para que se ocultaran los depredadores —gente que incluso creaba seguidores—, porque el mismo sistema tenía síntomas de psicopatía.

—No sé si habéis comido, pero yo tengo mucha hambre —dijo mientras con un enorme giro de su volante se internaba en el aparcamiento de un curioso bar.

—No haga usted eso… tenemos mucha prisa… —dije yo.

―Evidentemente, si de nosotros dependiera —puesto que la vida de una muchacha estaba en juego— tal vez se habrían abstenido de realizar aquella parada. Pero en Cuba ese tipo de taxistas no eran muy profesionales y era mejor no discutir. De hecho, había que contar con estos y otro tipo de imprevistos.

—Por favor, ¿podría usted continuar la marcha? Es una cuestión de vida o muerte —explicó

Rick.

—Si tienen tanta prisa, más adelante pueden tomar una nave… Más adelante, a unos treinta

kilómetros, hay una pequeña pista de despegue. Ahora es la hora de comer y esta es mi manera trabajar —replicó el taxista.

—Será mejor que tomemos todos algo de comer —intercedí yo.

—Sí, yo también tengo un poco de hambre —añadió el Tortuga.

—Yo tomaré una malta y un plato de pescado —concluyó el taxista mientras se sentaba a la

mesa.

Rick miró entonces a la barra. Una de las camareras era manca. Es decir, lucía un llamativo muñón que, en principio, el investigador militar atribuyó a una rara enfermedad. Nada más lejos de la realidad. La verdad era que había sido víctima de la violencia machista. Los celos de un marido salvaje habían provocado que le cortara un brazo con un machete. Esas cosas no se veían en la

Globalización y era normal que no las entendiera, pero eran comunes en Cuba. Entre hombres también se mutilaban en las peleas callejeras y al final el Estado metía presos a los responsables. En otras palabras, Rick estaba contemplando las huellas indelebles de la violencia tropical.

—¿Qué van a tomar ustedes? —preguntó la camarera.

—Pónganos a todos lo mismo —respondió Rick.

—Pero hágalo rápido, tenemos un poco de prisa —añadí yo.

—Sí, pero a mí en vez de una malta tráigame una cerveza Cristal, por favor —replicó el Tortuga.

—No me gustan los que están sentados en la mesa del fondo. Tenemos que estar atentos si se levanta alguno y va hacia el aparcamiento, tengo miedo de que intenten robarnos el coche —señaló el taxista.

—No te preocupes por eso, yo me encargaré de seguirlos si de repente quieren dar una vuelta

—contestó el Tortuga.

—Conmigo llegaréis un poco más tarde de lo esperado, pero a cambio os daré una información crucial —anunció el taxista.

—¿Una información crucial? —preguntó Rick.

—Sé que estáis intentando salvar a mujer que ha sido secuestrada por el señor Wagner — añadió el taxista.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el Tortuga.

—Porque el fin de semana pasado yo fui el taxista del señor Wagner —respondió el taxista.

—¿Tienes información sobre el paradero de la mujer? —preguntó Rick.

—Por una buena propina en pesos convertibles, os diré algo que necesitáis saber —contestó  el taxista.

—Toma —dijo Rick mientras le daba el dinero.

—Esa mujer ya está muerta y yo mismo la vi cuando era asesinada con una pistola, en concreto, con un arma láser —replicó el taxista.

—¿Es eso cierto?

—La utilizaron para hacer un sacrificio humano. Ahora los dioses tienen que estar contentos

—dijo el taxista.

—¿Dónde está ahora el cadáver? —preguntó el Tortuga.

—En una cabaña en el parque John Lennon. La violaron y la torturaron antes de matarla. El cadáver está en un sótano secreto donde se efectuó el ritual de magia negra —dijo el taxista.

—¿Dónde está el señor Wagner? —preguntó Rick.

—El señor Wagner ha desaparecido. Nadie sabe dónde está —respondió el taxista.

—Estoy seguro de que la policía no quiere que usted se meta en esta investigación. Al fin y al cabo, esto ya no es la búsqueda de una simple pistola —añadió el Tortuga.

—Sí, tienes razón. Ya me lo han hecho saber. Pero yo no pienso darme por vencido tan  pronto, y menos cuando la vida de Idalmis está en juego —respondió Rick.

—Es un asunto serio, según parece —comentó el Tortuga.

—¿Se sabe algo de ella? ¿Quién era la chica? —preguntó el Tortuga.

—Era una prostituta que trabajaba en la zona de asedio. Su madre denunció su desaparición hace dos semanas —respondió el taxista.

—Hasta que no lo vea no me lo creo —contestó Rick.

—El señor Wagner goza de privilegios con las autoridades de la isla. La muerte de esa mujer ha sido un sacrificio para utilizar su sangre en rituales —replicó el taxista.

—¿Qué tipo de rituales? —preguntó el Tortuga.

—Un cambio de vida —respondió el taxista.

—¿En qué consiste eso? —preguntó Rick.

—Según la religión de Ifa, para que uno viva otro tiene que morir —repliqué yo.

—¿De qué va eso? —preguntó Rick.

—No es común que en la religión Ifa se produzcan sacrificios humanos, pero hay una regla de palo en la que se tiene que trabajar con ingredientes procedentes de un cadáver, lo que, en cierto modo, puede implicar un sacrificio humano —repliqué yo.

—Eso explicaría el secuestro de una chica —continuó Rick.

—Pero, además, yo me atrevería a añadir una cosa más. Se me antoja que entiendo la retorcida lógica de los sacrificios del señor Wagner —confesé yo.

—¿Y cuál es esa lógica, si puede saberse? —preguntó Rick.

—¡Oh, compañero! Cuando hablo contigo, mi obra se hace visible —le dije yo.

—Habla, te escucho —continuó Rick.

—Ese brujo quiere que muera la chica para que renazca su corazón, que está completamente muerto —repliqué yo.

—Pero eso no le salvará mientras nosotros continuemos con vida —replicó Rick.

—Es cierto —admití yo.

—Entonces esa chica va a morir en vano. Porque nosotros lo vamos a matar algún día — añadió Rick.

—Buenas tardes —dijo el líder de los cinco mexicanos que se habían acercado a su mesa—. No queremos utilizar la violencia, pero por las buenas o por las malas esa mujer tiene que venirse con nosotros.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Rick.

—Eso no importa —dijo el líder de los mexicanos sacando un enorme machete y poniéndomelo a mí en el cuello—. El señor Wagner ha puesto precio a su cabeza y nosotros nos vamos a llevar un buen pellizco con toda esta milonga.

Todos lo habían tildado de débil y de cobarde, en otras palabras, había estado reprimiendo sus legendarios ataques de ira, y ante aquellos hechos —sobradamente justificados—, de repente sintió la violencia de los arcanos más profundos de la naturaleza, como una suerte de éxtasis, como una suerte de orgasmo y de liberación que en el fondo estaba henchida de gozosa energía sexual.

—Está bien, está bien… Dejen a la chica, solucionaremos esto entre hombres… —dijo Rick.

En ese momento, desafortunadamente —debido a las cervezas de la comida—, la oftalmopatía tiroidea hizo su aparición y sus ojos comenzaron de forma automática a derramar lágrimas. Por supuesto, ninguno de los presentes era consciente de su enfermedad y de sus diferentes manifestaciones.

—Miradlo, se ha puesto a llorar como una auténtica nenaza. Ja, ja, ja… Déjalo, no quiero hacerte daño —dijo riendo el líder los mexicanos.

—Quiero que todo se decida en una pelea justa solo entre tú y yo —replicó el investigador militar con un aire desafiante.

—¿No prefieres un pañuelo? —añadió el líder de los mexicanos a la vista de que sus lágrimas no cesaban de brotar.

—Mi médico me ha recomendado que no me preocupe —respondió Rick manteniendo la mirada firme ante su antagonista.

—Suelta tu arma despacio sobre la mesa —replicó el líder de los mexicanos.

—Suelta tú el machete, peleemos con las manos —replicó Rick.

—Ja, ja, ja… no me hagas reír… contigo no tengo ni para empezar —añadió el líder de los mexicanos.

En ese momento, ambos dejaron las armas sobre la mesa y yo me separé del mexicano y me puse detrás de la espalda del investigador militar. Entonces, el líder de los mexicanos se quitó la camiseta mientras el resto de sus secuaces hacían una suerte de coro a modo de ring. La pelea estaba a punto de comenzar. En ese momento, se quitó la camiseta para lucir sus horas de gimnasio. Por supuesto, tenía un torso hercúleo lleno de tatuajes. Yo agarraba a Rick y le pedía al oído que no se peleara con el mexicano porque tenía miedo de que lo matara. Fue la prepotencia del sicario la que echó más leña en el fuego de la rabia del Rick Cortés. Con una sonrisa perversa, le lanzó un fuerte puñetazo dirigido a su rostro, pero Rick lo esquivó. Ese fue el inicio de la pelea. Y entonces, el ataque del investigador militar sorprendió a todo el mundo. Con una energía arrolladora, agarró la cabeza del

mexicano y la estrelló contra su rodilla. Le fracturó la nariz y tres dientes. A continuación, comenzó a golpear su cabeza contra el suelo y le hizo perder el conocimiento. Quedó tirado en el suelo. Lo había dejado en coma. A continuación, con las manos manchadas de sangre se levantó ante el estupor general. Se dirigió hacia la mesa. El círculo de los mexicanos se abrió y lo dejó pasar.

Los mexicanos tomaron el cuerpo de su líder y se marcharon rápidamente siguiendo las instrucciones de Rick, pero todavía no estábamos a salvo. Es más, no nos había dado tiempo a recuperar el resuello cuando ya se oían las sirenas de las naves de la policía.

—Yo los entretendré. Huid vosotros —dijo Rick.

El Tortuga, como tenía antecedentes, no dio muchas explicaciones, es decir, salió pitando y me agarró a mí también para me fuera con él. Cuando entraron los policías, que eran precisamente los matones que le dieron aquella horrorosa bienvenida en el puerto espacial, solo encontraron al macilento investigador militar. Esta vez, sus antagonistas sí tenían armas láser y, pese a que iban vestidos de paisano, se identificaron como policías.

—Suelta la pistola láser sobre la mesa —dijo el policía número uno.

—No hagas ninguna tontería —dijo el policía número dos.

Esta vez Rick hizo lo que pedían sin rechistar. Poco después estaba esposado en la parte de atrás de una nave de policía. Cuando llegaron, le golpearon de nuevo. Perdió el conocimiento. Al despertar, estaba en un psiquiátrico. Era una especie de psiquiátrico penitenciario al inimitable estilo cubano. Lo dedujo por su camisón blanco. Además, algo ayudaba el cartel que se veía desde su ventana: PSIQUÁTRICO DE MAZMORRA.

El señor Wagner era la muerte. La muerte eterna. La muerte infinita. La muerte ataviada con todos sus abalorios. La muerte que, desde había nacido, lo estaba esperando en las puertas del infierno. Pero el investigador militar no temía al señor Wagner porque su verdadero enemigo era él mismo. Era su debilidad, era su cobardía. Mucho peor era la tediosa condescendencia de su vida anterior. Atrás quedaban las medias tintas, ya engrosaba las filas de los locos, lejos quedaba el aire lánguido y la laxitud que arrastraba cuando llegó a la isla. En su lugar, una actitud mucho más decidida se mostraba en su tono de voz y en cada uno de sus gestos. El investigador militar había dejado salir al lobo que llevaba dentro. No era un psicópata, pero cada vez tenía más energía negativa dentro: acababa de dejar en coma a un mexicano y lo habían encerrado en un psiquiátrico penitenciario. Definitivamente, no era un buen día, pero era un hombre, y la situación requería una cosa de la que siempre había carecido: paciencia. Allí se enfrentó a su lado oscuro. Rick tenía muchos demonios interiores, para enfrentarse a esa clase de sufrimiento, prefería estar solo. Eran muchas las razones para rendirse y reconocer que su lucha estaba perdida. Era un hombre solo, abandonado en un país desconocido que a su vez era una isla abandonada. Ningún argumento

racional lo podría consolar de sus males. Afortunadamente, existían argumentos irracionales, y el investigador militar nunca se rindió por cosas intangibles, como Anabel Lee, el poema de Poe.

—Quiero ver al director de este sitio inmundo —dijo Rick a una enfermera que pasaba ocupada de otra cosa.

—El director vendrá a hablar con usted en un par de horas —respondió la enfermera.

Mucho después llegó el director. Era un tipo duro, joven, engominado. Le recordaba a los granujas que en la Globalización durante la anterior burbuja de la actualidad trabajaban en el entretenimiento.

—Buenas tardes, me llamo Roberto Trujillo y soy doctor en Psiquiatría. ¡Ah! Es usted un ciudadano global. En la Globalización abundan los locos —dijo el doctor.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? —preguntó Rick.

—Iba usted por la calle diciendo cosas que me hacían recordar al caballero de París —replicó el director.

—¿Quiere usted que me crea eso? Me llamo Rick Cortés y soy investigador militar. Mi nacionalidad es global. Quiero un abogado y quiero hablar con el consulado de la Globalización — replicó Rick bastante enervado.

—Le haré unas preguntas para ver sus síntomas. ¿Escucha voces? —anunció el doctor.

—No —respondió Rick.

.   —Tiene usted una enfermedad mental. Puede que sea usted investigador militar, pero ha    sufrido un colapso mental. Cálmese. Mañana se encontrará mejor —replicó el director.

—¿Puedo hacerle unas pocas preguntas más? Tengo algunas dudas que solo usted podría solucionar —insistió Rick.

—Mire, voy a serle sincero, señor Cortés. Me han pagado un buen pico por meterlo aquí durante un buen tiempo y luego hacerlo enloquecer a base de electroshocks y fármacos o dejarlo morir de frío. En otras palabras, si no me ofrece usted un trato mejor, va a salir de aquí con los pies por delante —gritó el director.

—Solo busca su beneficio propio y manifiesta una total falta de empatía. —replicó el investigador militar.

—No sé si es usted consciente de la situación en la que se encuentra, señor Cortés —advirtió el señor Trujillo.

—Le pagaré el doble de lo que le han dado por liquidarme, pero antes quiero que responda a mis preguntas —replicó Rick.

—¿Tiene el dinero necesario? —preguntó.

—Se supone que el dinero que traje aquí es una pequeña fortuna, no se preocupe usted por

eso. Cobrará el dinero que me pida —replicó el investigador militar.

—¿Cómo piensa pagarme? —preguntó el doctor.

—Ya se lo he dicho, traje mucho dinero de la Globalización. Tengo ese dinero en la caja fuerte del hotel. Me hospedo en el Hotel Ambos Mundos —contestó Rick.

—Mañana mandaremos a un par de enfermeros para que vayan con usted y les dé el dinero. Luego podrá marcharse. Me importa un pimiento lo que pase con usted, pero no quiero que mi hospital se vea envuelto en la muerte de un ciudadano de la Globalización —añadió el doctor.

Poco después, apareció el Tortuga, que acababa de sobornar a los enfermeros con unos cuantos paquetes de tabaco y varias latas de cerveza, y se lo llevó del hospital psiquiátrico a toda pastilla en una nave-taxi que estaba esperando en la puerta.

—Me alegro mucho de verte, Tortuga —dijo Rick.

—¿Cómo estás, Rick? —preguntó el Tortuga mientras ambos se subían a la nave-taxi.

—Despegue ya, por favor —dijo Rick.

—Está bien —contestó el conductor.

—¿Dónde está Idalmis? —preguntó Rick.

—Ha ido a buscar el cadáver de la chica —respondió el Tortuga.

—¡¿Cómo?! —gritó Rick.

—Ella es así, desde pequeña ha sido siempre muy espabilada —respondió el Tortuga.

—¿Cómo se te ha ocurrido dejarla sola? —gritó Rick.

—Me ordenó que viniera a rescatarte —afirmó el Tortuga.

—No puedo creer que hayas dejado a esa chica ir sola a la guarida de esos psicópatas — protestó Rick.

—Ella sabe defenderse sola —replicó el Tortuga.

—No deberías haberla dejado marchar, al fin y al cabo, Idalmis, aunque sea una hechicera, es solo una muchacha —dijo Rick.

—Tienes razón —replicó el Tortuga.

—¡Cómo le pase algo a esa chica, te mato! —gritó Rick.

—Tranquilo, es mi prima. Yo tampoco quiero que le pase nada —replicó el Tortuga.

—Dile al conductor que aterrice, ya hemos llegado. Pero creo que la has dejado ir sola a una trampa —concluyó Rick.

Mientras tanto, yo ya había llegado al lado de un puente que vi en mis sueños. Me sentía extrañamente excitada. Todo sucedía muy rápido y yo actuaba siguiendo mi instinto, sin pensar. Estaba en un lugar recóndito del parque John Lennon. Había una trampilla. La levanté. Bajé por una angosta escalera al tiempo que el rumor del canto de los pájaros se hacía cada vez más débil. Llegué

hasta un cuarto que era una especie de prisión. Por todas partes había elementos con los que se había realizado un ritual mágico. También había signos de una indecible maldad. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Por doquier, sentía la emoción intensa del miedo y la ansiedad. Las paredes estaban llenas de instrumentos de tortura. Un fuerte hedor lo impregnaba todo. En ese preciso momento escuché un ruido, y la puerta de aquel cuarto de tortura se cerró bruscamente. Me encontraba totalmente atrapada y podía sentir claramente cómo había alguien que me estaba observando. Lejanos escuché los pasos en la escalera. Alguien se acercaba. Cerré mis párpados y pude verlo claramente: el señor Wagner estaba detrás de la puerta y ambos podíamos sentirnos a través de las paredes. A mí me reservaba algo especial, algo más personal. Quería estrangularme. Eso probaba la afirmación de Rick cuando aseguró que aquel hombre tenía la más alta calificación en la escala de los psicópatas. Se estaba acercando y de repente sentí mucho miedo. Grité, pero nadie podía escucharme. Aquel hombre era un arquitecto del horror. Era el triunfo de un abyecto cerebro reptiliano. Se abrió la puerta y me golpeó con saña. Más tarde descubriría que me dejó los dos ojos morados. Cuando desperté, estaba encadenada a la pared. Estaba completamente desnuda y tenía una venda en los ojos. No podía ver. Pedí ayuda a Olodumare y me encontré mirando de  nuevo a través de «los ojos de La Habana». Pero esta vez no había que mirar muy lejos, solo quería sentir lo que sucedía a mi alrededor. Sentada en una silla con la cabeza en una mesa había otra mujer. Había sido objeto de un ritual. Un cambio de vida. Ella estaba muerta. La puerta estaba abierta y pude escuchar el ruido de las voces de Rick y del Tortuga bajando por la escalera. Se escucharon los disparos láser del arma del investigador militar y los gritos de varios de sus secuaces que cayeron muertos. El señor Wagner respondió al fuego, pero se vio en inferioridad cuando Rick consiguió alcanzarlo en una pierna. Se fue cojeando, de forma indigna. Más tarde, al señor Wagner —en el servicio médico del crucero espacial—, tendrían que amputarle esa pierna y ponerle una robótica. Al final consiguió huir y tomó una nave que estaba estacionada fuera en el bosque. Por suerte, parecía que ellos me habían salvado. Pero el señor Wagner había dejado un mensaje dentro de mi mente que solo yo podía escuchar. Esta vez había tenido suerte. Pero la próxima vez no pensaba dejarme escapar.

[Sigue en el Capitulo III. Los Oídos de La Habana]

Articulista en Revista Rambla

Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.

Comparte: