Europa entera se desangraba en el frente occidental, las potencias chocaban en una guerra que estaba redefiniendo fronteras, ideologías y destinos personales. Pero en la capital catalana, entonces vibrante foco modernista y ciudad de ateneos, cafés artísticos y tertulias bohemias, un acontecimiento inesperado agitó la vida cultural: la llegada de los Ballets Rusos de Serguéi Diáguilev, la compañía que revolucionó la danza moderna y que, durante unos meses, convirtió Barcelona en uno de los epicentros europeos del arte más vanguardista.
La presencia de la troupe rusa no fue fruto de una invitación programada ni de una tournée meticulosamente planificada. Fue, más bien, consecuencia de la circunstancia histórica: la I Guerra Mundial bloqueó los escenarios de media Europa, obligó a modificar rutas, canceló funciones y empujó a los artistas a buscar refugio donde la guerra aún no había impuesto su lógica total. Ese refugio fue, durante un tiempo, Barcelona.
Y aquel encuentro fortuito, nacido del caos de la contienda, desembocó en una relación que fascinó a los catalanes… y a un artista que entonces ya despuntaba como uno de los grandes nombres del siglo XX: Pablo Picasso.
Un desembarco inesperado en una Barcelona efervescente
Cuando Diáguilev decidió detener la gira en España, la ciudad vivía un momento cultural excepcional. El modernismo, aunque ya en fase final, había dejado un legado arquitectónico, estético y emocional que impregnaba la vida cotidiana. El noucentisme reivindicaba el orden clásico frente a la exuberancia modernista, y los círculos intelectuales debatían sobre Europa, sobre la guerra y sobre el papel de Cataluña en la modernidad cultural.
En ese contexto, la llegada de los Ballets Rusos fue recibida con euforia y curiosidad. La prensa local —La Veu de Catalunya, La Vanguardia, El Diluvio— dedicó titulares entusiastas: la compañía era ya célebre en París por sus escenografías innovadoras, por la intensidad emocional de sus coreografías y por la colaboración con artistas de primer nivel, desde Stravinski a Matisse o Bakst.
Pero para el público barcelonés verlos en vivo era un acontecimiento extraordinario. La danza que traían los rusos no tenía nada que ver con el ballet académico que predominaba en España. Sus movimientos eran más libres, más cercanos al teatro y a la pintura que a la tradición de pasos codificados. El colorido de los vestuarios, la potencia de las composiciones musicales y el aura exótica de los intérpretes —muchos de ellos refugiados de la guerra— despertaron un interés inmediato.
Las funciones en el Gran Teatre del Liceu se llenaron noche tras noche.
Fascinación estética y choque cultural
El público quedó sorprendido, especialmente por tres elementos que no eran habituales en los teatros de Barcelona:
- La modernidad escenográfica
Leon Bakst y Alexandre Benois introducían colores vivos, contrastes atrevidos y decoraciones geométricas. La escenografía dejaba de ser un mero fondo y se convertía en un elemento narrativo. Era, para muchos espectadores, casi más revolucionario que la propia danza. - La intensidad interpretativa
Bailarines como Léonide Massine o Lydia Lopokova ofrecían una expresividad corporal que rompía con la rigidez del ballet clásico tradicional. Los críticos hablaban de “una emoción nueva”, “un gesto que pinta” o “un movimiento que canta”. - La mezcla de culturas
Barcelona, acostumbrada a su propia tradición escénica —la zarzuela, el cuplé, las óperas italianas— descubría un espectáculo que combinaba influencias rusas, orientales y parisinas. Una síntesis cosmopolita que conectaba perfectamente con el espíritu modernista aún vivo.
La fascinación fue inmediata, pero también hubo desconcierto. Algunos comentaristas locales, acostumbrados a estructuras narrativas claras, no sabían cómo interpretar piezas más simbólicas o abstractas. Pero el público, ávido de novedades, aplaudió.
Barcelona adoptó a los rusos. Y los rusos adoptaron Barcelona.
Picasso, el gran seducido
Pero nadie quedó tan cautivado como Pablo Picasso. Aunque el pintor malagueño llevaba años viviendo entre París y el sur de Francia, su relación con Barcelona nunca se rompió. Era la ciudad donde se había formado como artista, donde había encontrado su primera bohemia y donde seguía teniendo amigos íntimos.
Cuando supo que los Ballets Rusos estaban en la ciudad, no tardó en acudir a verlos. Picasso ya conocía a Diáguilev de encuentros en París, y estaba al tanto del impacto que la compañía estaba generando en el ambiente artístico europeo. Pero verlos en Barcelona, su Barcelona, fue distinto. Lo conmovió profundamente.
La anécdota más célebre de su encuentro con la compañía se produjo cuando Diáguilev le propuso colaborar diseñando la escenografía y el vestuario de una nueva producción: “Parade”, un ballet con música de Erik Satie y libreto de Jean Cocteau. Aunque el proyecto se gestó entre Madrid, París y Roma, su impulso inicial —la convicción de Picasso de que quería trabajar con los rusos— surgió en aquellos días en Barcelona.
Para Picasso, trabajar con los Ballets Rusos no solo significó un salto hacia el arte escénico, sino también un encuentro emocional: fue allí donde conoció a Olga Khokhlova, bailarina de la compañía y su futura esposa. La semilla de aquella relación, que marcaría parte de su vida personal y artística, se plantó precisamente en ese momento en que la guerra empujó a los artistas rusos a refugiarse en la ciudad mediterránea.
Una revolución estética compartida
La presencia de la compañía no solo afectó al pintor malagueño. Muchos artistas catalanes quedaron profundamente marcados por el espectáculo. Entre ellos:
- Joan Miró, que años después recordaría las escenografías de Bakst como influencias tempranas.
- Josep Maria Sert, fascinado por el gran formato y la teatralidad rusa.
- Ramon Casas, quien retrató con admiración algunos de los motivos inspirados en la compañía.
- Marià Fortuny Jr., interesado en el diseño escénico.
Los Ballets Rusos actuaron como un catalizador para acelerar la transición estética catalana hacia las vanguardias europeas. Introdujeron un lenguaje nuevo que combinaba movimiento, música y color como partes inseparables. La danza se convertía en una obra total —como decía Wagner, una Gesamtkunstwerk— y eso sedujo a una ciudad que estaba reimaginando su propio rol cultural.
La sociedad catalana, cautivada
Las crónicas de la época explican que no solo la élite cultural quedó fascinada. El público en general, burgués pero curioso, llenaba el Liceu y otros espacios donde la compañía realizó funciones y ensayos abiertos.
Las tertulias de los cafés —Els Quatre Gats ya no existía en su formato original, pero otros como el Café de la Ópera o La Maison Dorée estaban repletos— debatían sobre:
- El exotismo ruso
- Los nuevos ritmos de Stravinski
- El misterio y la sensualidad de la danza oriental
- Las rupturas estéticas de los diseños de Bakst
- Los movimientos audaces de Massine
Incluso los comercios locales aprovecharon la moda rusa: revistas de moda, ateliers y tiendas de tejidos incorporaron patrones y motivos inspirados en los vestuarios de los Ballets Rusos. La ciudad se “rusificó” momentáneamente.
Una relación breve pero intensa
La estancia de los Ballets Rusos en Barcelona no fue larga, pero sí decisiva. La compañía siguió su camino hacia Madrid y, posteriormente, hacia otras ciudades europeas cuando la guerra lo permitió. Pero el impacto que dejaron en Barcelona fue notable:
- Introdujeron las vanguardias escénicas en la península.
- Renovaron la mirada estética de artistas locales.
- Establecieron un vínculo personal y artístico con Picasso que desembocaría en colaboraciones históricas.
- Abrieron la puerta a una modernidad escénica que Barcelona volvería a explorar durante los años veinte y que quedaría truncada más tarde por la Guerra Civil.
Para muchos historiadores, su paso por la ciudad representa una de esas circunstancias históricas donde el azar y la tragedia —en este caso, la guerra— provocan una convergencia cultural de magnitud imprevista.
El legado que perdura
Más de un siglo después, los ecos de aquella visita aún resuenan. El Liceu conserva programas de mano, críticas y fotografías de la época. Museos como el Museu Picasso o el MNAC incluyen materiales relacionados con la estancia de la compañía y su impacto en los artistas catalanes.
En el ámbito escénico, la influencia de los Ballets Rusos continúa presente en:
- coreógrafos modernos que utilizan la integración de artes visuales;
- compañías que apuestan por una danza narrativa pero no literal;
- escenógrafos que buscan la síntesis entre música, luz y movimiento.
Y, por supuesto, el legado más visible está en la trayectoria de Picasso, cuya incursión en las artes escénicas —desde “Parade” hasta “El sombrero de tres picos”— no se puede explicar sin ese encuentro crucial con Diáguilev y su troupe en una Barcelona que, pese a su distancia del frente, vivía intensamente la turbulencia de su tiempo.
Un episodio histórico nacido del caos
A veces, los grandes momentos culturales no nacen de la planificación, sino de la contingencia. La I Guerra Mundial dispersó a millones de personas, destruyó ciudades y truncó carreras. Pero también provocó encuentros inesperados, mezclas culturales y experiencias artísticas irrepetibles.
La llegada de los Ballets Rusos a Barcelona fue uno de esos episodios. Un instante suspendido en la historia, donde la tragedia europea empujó a una de las compañías más revolucionarias del siglo XX hacia una ciudad que supo recibirlos con entusiasmo y convertir su breve estancia en una marca perdurable.
Picasso, Barcelona y Diáguilev: tres nombres que, por unos meses, compartieron escenario. Y de ese cruce, aparentemente circunstancial, nacieron algunas de las páginas más brillantes de la historia de la danza y del arte moderno.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.





