En primer lugar deseo agradecer efusivamente a Cristina Castellanos su larga respuesta a mi artículo sobre la socialización del trabajo doméstico. Acostumbrada como estoy a que muchas de mis teorías pretendan ser ninguneadas por el silencio de otros grupos feministas, no dejo de valorar el aprecio que supone por parte de Castellanos que haya redactado un tan largo análisis de mi escrito, en tan poco tiempo, y me lo haya dedicado atentamente.

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Y por supuesto siempre estoy dispuesta al diálogo, al debate y a la discusión feminista, cuando de intercambiar opiniones y análisis que hagan avanzar el feminismo se trate.

La primera observación que deseo hacer es que reconozco el afán y las buenas intenciones que llevan a las compañeras de la PIINA a buscar algún remedio a las penosas condiciones en que todavía se desarrolla la vida de las mujeres, escindidas entre su destino de procreadoras y en consecuencia de cuidadoras de la progenie y su deseo de incorporarse a la vida laboral en condiciones al menos semejantes a las de los hombres.

Ese mismo deseo y objetivo es el que movía a Clara Zetkin y a Alejandra Kollöntai.así como a Regina de Lamo, y a muchas otras feministas, hace más de un siglo –y a las que por cierto ni menciona, quizá porque no las conoce o porque así se sabría que este tema no es nada nuevo en las reivindicaciones del feminismo- a reclamar la socialización de las tareas de reproducción y cuidado, que no es lo que pretende ahora la PIINA. Porque el que Castellanos utilice ese término de socialización no indica que entienda lo que significa. Hubiera sido bueno que hubiese leído a las clásicas.

Para ir desgranando mi oposición a sus argumentos, iré citando su artículo como ella hace conmigo.

El párrafo de su escrito: “El cuidado de las personas es fundamental tanto para su bienestar individual como para el bienestar de la sociedad, de todos los hombres y mujeres que la conforman. Por tanto socializar el cuidado, hacer partícipe de su provisión a toda la sociedad, es una apuesta lógica de compartir no sólo sus beneficios, sino también sus costes”, engaña porque parece que apuesta precisamente por esa estatalización de los servicios. Pero dos páginas más adelante nos enteramos de lo que entiende ella por socialización: “la socialización del trabajo doméstico pasa por la incorporación de los hombres al cuidado, dentro y fuera de la familia. ¿O es que los hombres no son parte de la sociedad?” –frase que ha utilizado para titular su escrito-. Defender su propuesta de que conceder permisos laborales parentales de seis meses es socializar el trabajo de cuidado, arguyendo  que los hombres forman parte de la sociedad es realmente un argumento pintoresco. Todos formamos parte de la sociedad, en consecuencia no hay más que participar en todas las tareas necesarias: la sanidad, la educación, la policía, los bomberos, la defensa, etc. Pongámonos todos a la tarea y no hay que reclamar al Estado la socialización de nada. El discurso de Castellanos no tiene flecos, tiene agujeros siderales, que no sabe rellenar no ya con un discurso socialista o feminista, sino simplemente con el conocimiento semántico de las palabras. Socializar significa crear las instituciones públicas que tengan la responsabilidad de ocuparse de determinadas tareas imprescindibles para el mantenimiento de una sociedad moderna. Que los hombres se ocupen de tareas domésticas en el interior de sus casas no tiene nada que ver con la socialización del trabajo doméstico, como tampoco que las abuelas se ocupen de los nietos –cosa que cada vez está sucediendo más-. El cumplimiento de estas tareas por parte de madres, padres, abuelos, tíos o sobrinos, en el hogar familiar, siguen perteneciendo al ámbito de lo privado, que es precisamente lo antitético de lo socializado.

Cuando Castellanos dice “Sin embargo, este cuidado (las tareas de cuidar niños y ancianos) no es asumido todavía ni por toda la población ni en la misma intensidad. ¿Permiten las leyes que esta situación se modifique? En el caso particular del cuidado infantil, no todas las personas legalmente responsables de las y los menores tienen las mismas posibilidades de cuidarles” Y aquí, para no repetir, cita los cuatro meses de permiso maternal y los quince días que se le otorgan al padre.

Pues bien, me gustaría que en este debate partiéramos de la constatación de la realidad y no de las fantasías que nuestros deseos imaginen. Porque ya no debería ser motivo de discusión que no es lo mismo ser madre que ser padre. Es decir, que si el Movimiento Feminista, secundado por el Movimiento Obrero, logró a costa de muchas luchas esos cuatro meses de descanso a la parturienta fue por la racionalidad de la medida. El embarazo,  el parto, el post parto y la lactancia constituyen los procesos necesarios e imprescindibles –al menos todavía- para la reproducción humana, de los que está exento el varón de la especie, y esta división sexual del trabajo oprime especialmente a la mujer. En consecuencia, para permitirle a la mujer recuperarse de las consecuencias del parto, después de nueve meses de embarazo, y permitir que lactara a la cría al menos unos meses después de nacer, se consiguió ese descanso imprescindible y se logró eliminar la terrible explotación que suponía que las trabajadoras aguantaran en su puesto hasta el mismo alumbramiento y se reincorporaran a sus tareas a los pocos días, con lo que sufrían diversas y graves afecciones, dejando además al bebé malnutrido, con una mortalidad materna e infantil terrorífica. Con la protección de las madres y de los niños el capital se aseguró generaciones de trabajadores mejor cuidados y alimentados para que le sirvieran para ganar plusvalía. Y yo desearía no tener que discutir más esta cuestión con las compañeras que considero cae por su propio peso.

Por tanto, cuando Castellanos afirma que “no todas las personas legalmente responsables de las y los menores tienen las mismas posibilidades de cuidarles”  no dice más que una obviedad. Solamente las mujeres se preñan, paren y lactan y todas estas tareas de cuidado son específicas, únicas e intransferibles. Cierto es que después del parto, cualquier otra persona, incluyendo al padre, puede ayudar a la madre a mantener limpio al niño y a realizar tareas domésticas –hoy ya no es de recibo, según los especialistas, con los cuales estoy en desacuerdo,  dar el biberón hasta los seis meses-, y esas tareas las han podido hacer los hombres siempre que han querido, sin que ninguna ley se lo prohibiera. Otra cosa es averiguar cuántos quieren, dada la sucia y aburrida naturaleza de esas tareas.

Para no alargar demasiado esta respuesta remito a un informe interesante realizado por THEMIS respecto a la custodia compartida, donde se dan las cifras de los padres que han pedido en los últimos años el permiso de paternidad, hoy de 15 días, que son absolutamente ínfimas. A esta resistencia paterna a ocuparse de sus hijos, se une, naturalmente, las dificultades que entraña para el hombre dejar su empleo durante un tiempo, frente a la oposición decidida de la empresa, cuestión esta en la que tampoco incide Castellanos.

Resulta enormemente elemental afirmar que “los permisos… colectivizan el cuidado infantil sólo dentro del grupo de mujeres, sin afectar o incorporar a los hombres…” He de remitirme nuevamente a lo ya descrito respecto a la especialidad reproductora de las mujeres, que es el condicionante determinante de que sean primero las mujeres las encargadas de ese cuidado, pero si aceptamos que los hombres pueden ser cuidadores de los niños durante toda la infancia y la adolescencia, no se ve en qué va influir un permiso de seis meses. Ningún niño se cría en seis meses y la responsabilidad de su socialización podría haber sido asumida por los hombres en igualdad de condiciones que las mujeres, si les hubiera dado la gana, con permiso parental y sin permiso parental. Si no lo hacen, en su absoluta mayoría, es porque el reparto de las tareas en la división sexual de la reproducción les va muy bien. De momento, los hombres han demostrado pocos instintos diatróficos y la especie se ha salvado por la mayor pulsión que se ha instalado en la hembra para cuidar a las crías.

En consecuencia, y esto forma de la sabiduría popular desde tiempos inmemoriales, son las madres las que se ocupan de los hijos hasta su casi madurez, con poca o ninguna ayuda de los padres, y eso con o sin permisos laborales. Perdónenme las compañeras de la PIINA, pero mantengo mi escepticismo respecto a que una legislación laboral impulse a la mayoría de los padres a cuidar a sus hijos recién nacidos y no a salir con los amigos, porque como acepta Cristina Castellanos también, y me alegro de que  esté de acuerdo en algo conmigo, el trabajo doméstico, tanto el de cuidado de niños como el de adultos y la limpieza y el lavado y el abastecimiento de todo lo necesario y el cocinado de la comida, es un trabajo rutinario, repetitivo, despersonalizador. Conocida es ya la enfermedad del síndrome del ama de casa, -tanto el psiquiatra Enrique González Duro, como María Ángeles Durán han trabajado repetidamente sobre este tema y bueno es reconocérselo- provocada por el estrés, la falta de reconocimiento y remuneración y el desprecio social que este trabajo padece. Y además hay que realizarlo gratis. Como decíamos en un trabajo del Partido Feminista, trabajar por amor y enamorarse para poder trabajar. No cabe duda de que al Estado le sale muy barata esta “socialización” del trabajo doméstico.

Lo que es cierto en la crítica de Castellanos es que mal entendí la propuesta de PIINA, cuando creí que el gasto de la propuesta recaería exclusivamente en las empresas, de haberlo entendido bien me habría indignado mucho más y hace mucho más tiempo. Porque lo que me parece más inaceptable es que se pretenda que esa participación individual –y para que no quepa duda mi oponente no para de repetir que se pretende individualizar un permiso laboral- de los padres en las tareas del hogar se financie por todos los contribuyentes. Si me sentía desconfiada respecto a la posibilidad de que esa petición se pagara por el empresario pero estaba dispuesta a exigírselo, a lo que de ninguna manera me siento inclinada es a contribuir a seguir privatizando con fondos públicos una actividad que reclamo colectiva.

Porque lo que Cristina llama “colectivizar los servicios personales” no es en absoluto colectivo. Lo que hacen las personas en el interior de sus casas no tiene nada de socialista. Darles permisos pagados por el Estado a los padres para que “modifiquen su comportamiento individual” es tan idealista como poco realista. Es mantener la privacidad de los cuidados de los menores con dinero público –más o menos como hacemos con la banca privada- sin que, por supuesto, podamos controlar la verdadera actividad de esos padres subvencionados. De ninguna manera creo que se deba financiar a “las personas adultas que deciden ser progenitoras (y que) deben poder cuidar y tener el tiempo suficiente para hacerlo, aunque parte del coste de esa tarea se cubra de forma colectiva”. Ninguna confianza me merece a priori la clase de cuidado  que pueden proporcionar los padres, ya he comentado como la pulsión diatrófica de la madre es distinta, pero es que el hecho de ser padre –y en buena medida tampoco madre- no convierte a los hombres y a las mujeres en buenos educadores de las generaciones siguientes. No estoy de acuerdo con la educación privada en manos de las familias, precisamente porque con palabras de Castellanos, los niños “son la sociedad futura… (en la primera edad) en la que sólo si aprenden y vivencian modelos de personas adultas sustentadoras y cuidadoras, independientemente de su sexo, incorporarán esa posibilidad de forma real a su socialización y aprendizaje,” y precisamente por ello, por el aprendizaje que se produce en los primeros años de la vida es preciso controlar socialmente esa crianza. Es evidente que la educación que imparten a los niños un buen número de familias, la mayoría en realidad, deja mucho que desear. En nuestro país, el cincuenta por ciento de las plazas escolares en manos de la Iglesia Católica y otras sectas adscritas a ella, el aumento de población musulmana dirigida por imanes de ideología machista, los resultados electorales que padecemos, y la pérdida de influencia del feminismo en todos los ambientes sociales, creo que son suficientes pruebas que avalan mi desconfianza en la educación de los niños como responsabilidad de las familias.

La colectivización de los servicios personales es precisamente lo contrario. No se trata de que cada familia administre su tiempo como pueda para cuidar a su niño, se trata de que haya servicios colectivos atendidos por personal especializado y preparado para ello, hombres y mujeres por supuesto, -no sé de donde ha sacado Cristina Castellanos que yo pretendo feminizar la educación y el cuidado, cuando me he pasado la vida defendiendo lo contrario- según los principios democráticos y laicos de nuestro ordenamiento legal, que se ocupen de la socialización del niño desde el nacimiento hasta el final de su instrucción. De la misma forma que desde finales del siglo XIX se están reclamando que sean públicos muchos de los servicios que presta la familia: lavanderías, comedores populares, geriátricos, etc. Eso es la socialización del trabajo doméstico y no pagarle a los padres permisos de seis meses, para que los utilicen como quieran.

En cuanto a que las empresas se verán forzadas a contratar mujeres en iguales condiciones que a los hombres, como ya he expuesto en el otro artículo, a lo que Castellanos no me ha respondido, las empresas saben muy bien que el cuidado del hijo durante quince años penderá sobre la madre y a ningún empresario se le engaña tan fácilmente.

Claro que Cristina utiliza un argumento posibilista, mientras la construcción de una infraestructura de servicios sociales y doméstica es muy cara, la ley de los permisos es mucho más barata. Ya imaginaba que eso era lo que había inducido fundamentalmente a la PIINA a concentrar todos sus esfuerzos en esa petición, y que precisamente por ello la estaban apoyando la mayoría de los partidos políticos. Pero eso pensaba cuando creía que el coste lo deberían asumir las empresas privadas, desde el momento en que cargará las arcas públicas ya no resulta tan barato. Y aunque sin duda así sería en comparación con la construcción de un Estado social, no estoy dispuesta a comprar mercancía deteriorada por más barata que sea. De la misma forma que estoy en contra de las miserables subvenciones que les están dando a las mujeres que cuidan a los dependientes en vez de montar centros específicos o profesionales que atiendan a domicilio, pagados de acuerdo a su categoría.

Todavía puedo estar menos de acuerdo con la afirmación de “son las estructuras legal y políticas las que apuntalan la distribución real”. Esto corresponde a la ideología idealista legalista del XIX, cuando se creía, por ejemplo, que la obtención del sufragio cambiaría totalmente la relación de clases. Pero llegadas a 2012 deberíamos haber aprendido, sino del marxismo, al menos de la experiencia vivida la distancia que existe entre la ley y la realidad, según la dicotomía burguesa que tan bien sabe administrar. Ya hemos visto cómo después de haber logrado la casi igualdad legal las diferencias y discriminaciones contra la mujer persisten inalterablemente: las diferencias de salarios, de puestos de decisión, etc.etc. que denunciamos continuamente. Porque no es la legislación la que cambia la estructura económica sino los cambios económicos los que obligan a legislar de forma distinta. Pensar que la superestructura jurídica modifica la realidad económica es poner el mundo sobre la cabeza como hacía Hegel.

Para no hacer interminable este artículo querría sintetizar mi respuesta a los largos párrafos de la tercera objeción que me plantea Cristina. Si pretendemos que todas las personas adultas participen en el aprendizaje de los niños, y nada más contrario a mi criterio que minimizar la importancia de la larga etapa de socialización y troquelado del ser humano, como dice Carlos París, no ha de ser en la individualidad de cada familia, donde no tenemos ni idea de lo que sucede –así se ignora, culpablemente, la incidencia de los abusos sexuales a los menores por parte de los varones de la familia, entre otros horrores, como los malos tratos a las mujeres. La socialización del individuo es tarea colectiva en instituciones colectivas, y lo demás es apoyar la ideología liberal de lo privado.

Y cuando me acusa de no tener en cuenta los problemas laborales de las mujeres –acusación que me parece enormemente injusta cuando me he pasado la vida luchando y escribiendo sobre ello: cuando Cristina no había nacido yo ya había publicado “Los Derechos Laborales de la Mujer”- tengo que decirle que precisamente en ese argumento está una de las grandes debilidades de la reclamación de la PIINA. ¿De qué les va a servir a los millones de mujeres que sostienen a la familia sin ayuda de ningún hombre: viudas, divorciadas, separadas, solteras, que se apruebe la ley que les da permiso a los padres seis meses? Los servicios sociales colectivos son los que se ocupan de todos los niños, los que tienen padre y los que no. Y si las madres deben aprovechar el permiso laboral es, como ya he dicho al principio, porque su condición física –como sabe todo el mundo- se lo obliga y por ello en la legislación –al menos hasta ahora- ese permiso es irrenunciable, de modo que Cristina demuestra que no conoce la legislación laboral cuando dice que la mayoría de las madres” renuncia a esa posible remuneración extra y se incorpora a trabajar”.

Tampoco hace mención alguna, mi polémica interlocutora, a mi recuerdo de cómo la dirigente de PIINA, María Pazos, se opuso rotundamente a que desde la candidatura de COFEM al Parlamento Europeo reclamáramos el salario al ama de casa, argumentando que no se debía pagar una actividad privada que situaba a la mujer fuera del mercado laboral, y ahora en cambio debemos sufragar con fondos públicos la participación de los padres en el trabajo doméstico. No puede haber mayor contradicción.

Su vehemente pregunta: “¿Cómo es posible que desde algunas partes del movimiento feminista… no se reconozcan los efectos de esta clamorosa desigualdad legal?” me recuerda la molestia que sintieron las líderes del Movimiento Democrático de la Mujer, hace cuarenta años, cuando me negué a firmar un manifiesto en el que pedían el trabajo a tiempo parcial para la mujer. Contado tengo esto con detalle en mi último libro de memorias LA PASIÓN FEMINISTA DE MI VIDA. Y lo hice porque era una reivindicación pactista con el Estado capitalista, ofrecerles trabajadoras baratas que además compitan con los hombres en rebajar los salarios. Hoy ya conocemos las nefastas consecuencias que ha tenido que el trabajo a tiempo parcial sea femenino.

Del mismo modo reivindicar modificaciones legales tan minúsculas y reformistas está desviando la atención, los esfuerzos y la lucha de la reclamación de un Estado social que no tenemos y cuya consecución cada vez está más lejos, cuanto que ni muchas de las feministas lo reclaman.

Desearía que esta larga respuesta, como corresponde  a la enjundia de la de Cristina Castellanos, fuera tenida en cuenta por las compañeras de la PIINA y les hiciera reflexionar sobre el papel que el feminismo tiene que cumplir en el siglo XXI: o alianza con el capital y el patriarcado o lucha por transformar el mundo.

Esperando tu respuesta, recibe un abrazo feminista.

Política y escritora. Presidenta del Partido Feminista de España.

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