Kreuzberg, barrio antifascista

Reza una camiseta en Kreuzberg, “barrio antifascista”. Y seguramente así es en el ideario de muchas de las personas que recorren Berlín en busca de restos del legado comunista o, en su defecto, del relevo descreído del anarquismo. Pero estamos en Berlín en el año 2010, año del Mundial, con una selección alemana en la semifinal y una bandera tricolor que inunda locales, coches, carritos de niños y cualquier otra superficie susceptible de ondear amor patrio disfrazado de goles.

En Kreuzberg las casas okupas mantienen la estética, pero ahora son galerías alternativas de arte. Los bares de fisonomía punk venden cerveza a precios muy poco proletarios. El capitalismo vuelve a ganar la batalla y el sello de la DDR ha pasado a competir con Adidas en cuanto a camisetas multicolores. Pero el refrán dice que quien tuvo retuvo.

Y es así que paseando por la Mariannenstrasse un local revestido de banderas de acción antifascista atrae la atención del paseante. Sólo una fuerte curiosidad por saber de qué clase de local, garito o vivienda se trata puede con las dificultades que plantea atravesar la desmantelada y estrecha entrada, y a través de ella acceder como uno bien pueda a un comercio-barricada del fetiche anarko-comunista que ha hecho del antro guarida.

Digo barricada no tanto por lo de resistencia, sino por la disposición del material, en acumulación desbordante, y digo comercio, porque bien utiliza el propietario la compraventa en su local como excusa para charlar un rato con el cliente-camarada. Dentro miles de camisetas hacen las veces de tabique, y casi sólo de una manera metafórica puede decirse que estén “expuestas”: si te encaramas a unas cajas de cerveza tal vez puedan llegar a verse.

Los libros, gorras y chapas quieren ser desenterrados de rodillas, eso si uno logra apartar cascos, botas y casacas militares. En medio de todo eso el personaje, el gurú, el propietario de semejante caos, un hombre plantado en una silla frente a un ordenador; un hombre que quizá a día de hoy siga allí sentado, pues difícilmente podría efectuar un movimiento sin desmantelar la mitad de su tienda.

Por lógica espacial su lugar de trabajo es esa silla, nada más, y ante cualquier solicitud de un cliente perdido el hombre sólo puede señalar con el dedo, hacerle señas en dirección al almacén, en el que sólo una persona menuda puede arreglárselas para pasar.

Una vez allí, pisando mangas de camiseta, golpeado por capuchas de sudaderas, pisando la barbilampiña imagen del Che y desmoronando la pila de Cd’s de música revolucionaria, uno entiende por qué el propietario le ha encargado que le traiga unas cuantas camisetas como las que uno va a comprar, pero de diferentes tallas.

Así que uno sale de esta catacumba de hoces y martillos y estrellas rojas solucionando parte del trabajo al comerciante, que por suerte no podrá contemplar el reguero de chaquetas caídas que su encargo inevitablemente ha provocado.

Saliendo del local un Mercedes Benz, como una broma de mal gusto capitalista, se abre paso, la bandera alemana colgando a un lado. Vuelvo la mirada hacia la tienda con envoltorio antifascista. Entiendo que ese hombre no se hará rico, entiendo también por qué tiene que ser así.

Sin exposiciones ni luces de neón, su inmovilidad en Kreuzberg, el barrio antifascista, implica rebuscar, hacer caer, desechar y al final encontrar alguna cosa provisionalmente útil; implica persistir y consiste en resistir

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