En la penumbra de su apartamento en el centro de Madrid, Elena se despertaba cada mañana con el mismo ritual: el pitido insistente del despertador a las seis, el café amargo en una taza agrietada, y el espejo del baño que le devolvía una versión de sí misma cada vez más borrosa. A los cuarenta y ocho años, su vida era un engranaje perfectamente engrasado en la maquinaria de la rutina. Trabajaba como contable en una firma de seguros, donde los números bailaban en pantallas fluorescentes como espectros indiferentes. «Se nos escurre la vida», murmuraba a veces para sí, pero las palabras se disipaban en el aire viciado, como humo de un cigarrillo que nunca encendía.

De joven, Elena había soñado con ser pintora. Recordaba las noches en la academia de bellas artes, donde el olor a trementina y óleo impregnaba su piel como un amante posesivo. Pintaba lienzos furiosos, llenos de colores que gritaban rebeldía: rojos sangrientos para la pasión, azules profundos para la melancolía. «Serás grande», le decía su profesor, un hombre de barba canosa y ojos ardientes, que una vez la besó en el taller, bajo la luz mortecina de una bombilla. Aquel beso había sido el preludio de una aventura efímera, pero en él Elena había vislumbrado un atisbo de libertad, un sueño tangible. Sin embargo, la realidad la había atrapado: la muerte prematura de su padre, las deudas acumuladas, la necesidad de un empleo estable. «Los sueños no pagan facturas», le había dicho su madre, con esa resignación que se hereda como un mal genético.

Ahora, sentada en el metro camino al trabajo, Elena observaba a los demás pasajeros: un hombre de traje arrugado que tecleaba furiosamente en su teléfono, una mujer joven con auriculares que movía la cabeza al ritmo de una música inaudible, un niño que dormitaba en el regazo de su abuela. Todos parecían atrapados en el mismo flujo inexorable del tiempo, como hojas en un río que las arrastra hacia el olvido. ¿Cuántos de ellos, se preguntaba, habían renunciado a sus anhelos? Ella lo había hecho. Nunca expuso sus cuadros, nunca viajó a París para estudiar en la Sorbona, nunca se permitió el lujo de un amor que no fuera práctico. Su matrimonio con Javier había sido eso: práctico. Duró diez años, hasta que el hastío los separó como dos continentes a la deriva. No hubo hijos, solo un vacío que se llenaba con series de televisión y botellas de vino barato los fines de semana.

Una tarde de otoño, mientras clasificaba facturas en su cubículo, Elena sintió un pinchazo en el pecho. No era dolor físico, sino algo más profundo, como si el alma se resquebrajara. Miró por la ventana: las hojas caían de los árboles del parque Retiro, doradas y efímeras, recordándole que otro año se escurría. «No hemos cumplido ningún sueño», pensó, y la frase se clavó en su mente como un clavo oxidado. Esa noche, en lugar de encender la televisión, sacó del armario una caja polvorienta. Dentro, envueltos en papel amarillento, estaban sus viejos pinceles y un lienzo en blanco que había comprado años atrás, en un impulso nostálgico.

Pintó hasta el amanecer. Sus manos, entumecidas por el teclado, recordaron el movimiento fluido del pincel. Creó un paisaje onírico: una mujer desnuda de espaldas, mirando un horizonte donde el sol se hundía en un mar de sangre. Era ella, vulnerable y expuesta, rodeada de sombras que susurraban promesas incumplidas. El acto la empoderó, pero también la aterrorizó. ¿Qué sentido tenía ahora, a estas alturas? Al día siguiente, exhausta, llegó tarde al trabajo. Su jefe, un hombre calvo con voz de sermón, la reprendió. «Elena, la vida no espera por nadie. Cumple con tu horario o busca otro sitio». Ironía cruel: la vida no esperaba, pero ella había esperado toda la vida.

Decidió tomar unas vacaciones, las primeras en años. Viajó sola a Granada, donde el Alhambra se erguía como un monumento al esplendor efímero. Caminó por los jardines, aspirando el aroma de jazmines y naranjos, y por un momento sintió que el tiempo se detenía. En una plaza, conoció a Miguel, un guitarrista callejero de ojos negros y manos callosas. Tocaba flamenco con una pasión que la hizo temblar. «La vida es como una soleá», le dijo él esa noche, en un bar oscuro donde el vino tinto fluía como sangre. «Lenta al principio, furiosa al final, y siempre se acaba». Se besaron bajo las estrellas, y en su habitación de hotel, sus cuerpos se entrelazaron con una urgencia primitiva. No era amor, sino un arrebato contra el vacío. Miguel le habló de sus sueños rotos: había querido ser concertista, pero la pobreza lo había confinado a las calles. «Se nos escurre todo», murmuró él, mientras trazaba con los dedos las estrías de su vientre, marcas de una vida no vivida.

De regreso en Madrid, Elena intentó mantener el fuego. Compró más lienzos, pintó febrilmente. Pero la rutina la acechaba. Las facturas se acumulaban, el jefe exigía más horas, y el invierno llegó con su manto de frío indiferente. Una noche, mirando sus cuadros apilados contra la pared, sintió el peso de la futilidad. ¿Para qué? Nadie los vería. Eran ecos de un sueño que se había disipado hace décadas. Lloró hasta que el agotamiento la venció, soñando con una versión alternativa de sí misma: una Elena que exponía en galerías, que amaba sin reservas, que no dejaba que la vida se escurriera entre los dedos.

Despertó con una determinación sombría. Llamó a una galería local, una de esas que aceptaban artistas emergentes –o tardíos–. «Tengo obras para mostrar», dijo, con voz temblorosa. La dueña, una mujer de pelo plateado y gafas de diseño, accedió a verlas. Elena las llevó en taxi, el corazón latiéndole como un tambor de guerra. En la galería, bajo luces halógenas, sus pinturas cobraron vida: la mujer desnuda, un bosque de sueños marchitos, un retrato de Javier con ojos vacíos. «Hay dolor aquí», dijo la dueña. «Dolor y belleza. Pero el mercado es cruel. ¿Estás preparada para el rechazo?»

Elena no lo estaba, pero ¿qué importaba? La exposición se inauguró un viernes lluvioso. Pocos asistieron: algunos amigos del trabajo, curiosos, y Miguel, que viajó desde Granada con su guitarra. Tocó una pieza melancólica mientras Elena bebía vino, fingiendo compostura. Nadie compró nada esa noche, pero un crítico de una revista literaria se acercó. «Su trabajo captura la esencia de la pérdida», le dijo. «La vida que se escurre, los sueños que se evaporan. Es crudo, adulto. Publicaré una reseña».

Semanas después, la reseña apareció en la revista: «Elena Vargas irrumpe en la escena con una voz tardía, pero potente, recordándonos que los sueños no mueren, solo hibernan». Vendió un cuadro. Luego otro. No era la fama, ni la riqueza, pero era algo. Sin embargo, en las noches solitarias, Elena sabía la verdad: la vida se había escurrido en gran parte. Los sueños cumplidos a medias no borraban los años perdidos. Aun así, pintaba. Porque en cada trazo, recuperaba un fragmento de sí misma, un eco que resonaba contra el silencio del tiempo.

Miguel la visitaba esporádicamente, sus encuentros un bálsamo temporal. «No todo se cumple», le decía él, «pero lo que queda es lo que cuenta». Elena asentía, pero en su interior, la frase persistía: se nos escurre la vida. Y en ese escurrir, encontró una extraña paz. No en la realización, sino en la resistencia. Pintó un último lienzo: una mano extendida hacia el vacío, capturando gotas de lluvia que simbolizaban momentos fugaces. Lo tituló «Los Sueños que Quedan».

A los cincuenta, Elena miró atrás y vio no un vacío, sino un mosaico irregular de intentos. La vida seguía escurriéndose, pero ahora ella la aferraba con uñas pintadas de óleo. Y en esa lucha, halló el sueño más profundo: el de simplemente ser.

alejandra maller

Alejandra Maller

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