drogas almería

En las costas ásperas de Almería, donde el Mediterráneo besa la arena con promesas de libertad, se teje una red invisible que une destinos y destruye vidas. No es solo el sol abrasador el que quema aquí; es la ambición, el poder y el polvo blanco que viaja en barcos fantasmas desde las orillas argelinas. Imagina una ciudad donde el viento del Levante susurra secretos de corrupción, y cada ola trae no solo sal, sino también fortunas ilícitas. Esta es la historia de cómo un imperio de drogas se erige sobre pilares de traición, involucrando a policías que juraron proteger, políticos que venden su alma por votos, jueces que tuercen la balanza de la justicia, clanes ancestrales que defienden su territorio con sangre, y argelinos que cruzan el mar en busca de un sueño envenenado. Convéncete: en Almería, la línea entre el bien y el mal no es más que una ilusión, disuelta en el mar, como la cocaína en el agua.

Todo comenzó con Karim, un argelino de treinta y dos años, curtido por las calles de Orán. Había huido de la pobreza extrema, cruzando el Estrecho en una patera sobrecargada, solo para aterrizar en las playas de Cabo de Gata. Karim no era un inocente; traía consigo contactos en las redes de tráfico del Magreb. «El mar es nuestro camino», solía decir, con esa sonrisa persuasiva que convencía a cualquiera de que el riesgo valía la pena. En Almería, se unió al Clan de los Romero, una familia gitana arraigada en el barrio de Pescadería, conocida por sus lazos con el contrabando desde los tiempos del franquismo. Los Romero no eran meros delincuentes; eran guardianes de un legado, un clan que controlaba las rutas costeras con puños de hierro y alianzas estratégicas. Bajo el liderazgo de Don Manuel Romero, un patriarca de sesenta años con cicatrices que contaban más historias que cualquier libro, el clan había diversificado sus operaciones: del tabaco ilegal al hachís marroquí, y ahora, a la cocaína pura que llegaba en contenedores disfrazados de mercancía legal desde Argelia.

Karim se convirtió en el enlace perfecto. Su acento argelino y su conocimiento de las corrientes marinas lo hacían indispensable. «Traeremos la nieve del desierto», le prometió a Don Manuel en una reunión clandestina en una finca apartada en el desierto de Tabernas. La persuasión de Karim era sutil, como el viento que erosiona la roca: hablaba de ganancias millonarias, de cómo la cocaína argelina, procesada en laboratorios ocultos en las montañas del Atlas, era más pura y barata que la colombiana. Don Manuel, con sus ojos astutos, vio la oportunidad. Pero para expandir el imperio, necesitaban protección. Ahí entraban los guardianes de la ley, o mejor dicho, sus traidores.

El inspector Javier López era el policía ideal para el trabajo. Un hombre de cuarenta y cinco años, con una placa reluciente pero un corazón corroído por deudas de juego. López patrullaba el puerto de Almería, donde los contenedores llegaban como soldados en formación. Su persuasión era la del poder: «Yo controlo las inspecciones», les dijo a los Romero en un bar discreto de la Rambla. «Por un porcentaje, miro para otro lado». López no era un villano de cómic; era un hombre común, convencido por la necesidad. Su esposa luchaba contra el cáncer, y las facturas médicas lo ahogaban. «Es solo temporal», se repetía, pero cada soborno lo hundía más en el abismo. Pronto, no solo ignoraba los envíos; los facilitaba, alertando al clan de redadas inminentes.

Pero una red tan vasta necesitaba más que policías. Entraba en escena el alcalde Eduardo Vargas, un político carismático de cincuenta años, con discursos que inflamaban multitudes sobre el «renacimiento de Almería». Vargas era un maestro de la persuasión retórica: en mítines, prometía empleo y turismo, pero en las sombras, aceptaba donaciones del clan Romero para su campaña. «La ciudad necesita inversión», justificaba, mientras firmaba permisos para construcciones que servían de fachadas para almacenes de drogas. Vargas no tocaba la mercancía; su rol era el de facilitador, convenciendo a inversores extranjeros de que Almería era un paraíso seguro. En una cena privada en su mansión en Aguadulce, selló el pacto con Don Manuel: «Ustedes me ayudan con los fondos, yo les abro las puertas del ayuntamiento». La ambición de Vargas era contagiosa; hacía creer que el fin justificaba los medios, que un poco de corrupción era el precio por el progreso.

Y luego estaba la jueza Elena Ruiz, una mujer de cuarenta y ocho años con una reputación intachable en los tribunales de Almería. Su persuasión era la de la lógica impecable: en el estrado, desmontaba casos con precisión quirúrgica. Pero en privado, su debilidad era su hijo, un adicto que había caído en las garras del mismo polvo que juzgaba. Los Romero lo sabían; la chantajearon sutilmente. «Ayúdenos con unos expedientes, y su chico recibe tratamiento gratis en una clínica privada», le propusieron a través de un intermediario. Elena cedió, archivando casos contra miembros del clan, persuadiéndose a sí misma de que era por amor maternal. «Solo esta vez», se dijo, pero cada archivo la ataba más a la red.

La trama se complicó cuando un cargamento masivo llegó de Argelia. Karim coordinaba desde una lancha rápida, navegando bajo la luna llena. El barco, disfrazado como pesquero, traía quinientos kilos de cocaína ocultos en bidones de aceite. Los argelinos en el equipo –hombres como Ahmed y Farid, exmilitares endurecidos por conflictos en el Sáhara– eran expertos en evasión. «El mar nos protege», decían, persuadiendo a la tripulación con historias de escapadas legendarias. Pero esa noche, una tormenta azotó la costa, y el inspector López recibió una llamada anónima: un soplón dentro del clan, un joven Romero descontento con su parte.

López, dividido entre lealtad y supervivencia, alertó a Don Manuel, pero también informó a Vargas. El alcalde, aterrorizado por el escándalo, presionó a la jueza Ruiz para que emitiera una orden de registro falsa, desviando la atención a un clan rival, los Mendoza, otro grupo familiar en Roquetas de Mar. Los Mendoza, clanes rivales de los Romero desde generaciones, traficaban heroína y veían la expansión de la cocaína como una amenaza. «Esto es guerra», declaró su líder, Paco Mendoza, un hombre robusto de cincuenta y cinco años, persuadiendo a sus hombres con promesas de venganza y territorio.

El conflicto estalló en una emboscada en las dunas de El Ejido. Los argelinos de Karim, armados con pistolas smugleadas, defendían el cargamento mientras policías corruptos como López fingían una redada. Pero un tiroteo real surgió cuando los Mendoza atacaron. Balas silbaban en la noche, persuadiendo a todos de la fragilidad de la vida. Karim fue herido en el hombro, pero escapó, gritando órdenes en árabe que sonaban como mandatos divinos. Don Manuel, desde su finca, coordinaba por teléfono, persuadiendo a Vargas para que usara su influencia en los medios: «Diles que fue un ajuste de cuentas entre inmigrantes».

La jueza Ruiz, al enterarse del caos, se vio obligada a intervenir. En una audiencia de emergencia, desestimó pruebas contra los Romero, persuadiéndose de que era por el bien mayor. Pero su conciencia la traicionaba; en una noche de insomnio, contactó a un fiscal honesto, revelando fragmentos de la red. «No puedo más», confesó, pero el fiscal era un peón de Vargas, quien la silenció con amenazas.

El clímax llegó en el puerto, donde un segundo cargamento argelino atracaba. López, ahora paranoico, traicionó al clan, vendiendo información a los Mendoza por una suma que le permitiría huir. Los argelinos, liderados por Ahmed, olfatearon la traición y emboscaron a López en un almacén. «Tú nos vendiste, ahora pagas», dijo Ahmed, su voz persuasiva como un veredicto. López murió de un disparo, su cuerpo arrojado al mar.

Vargas, al saberlo, entró en pánico. Convocó a Don Manuel y a Karim en su oficina. «Esto se acaba aquí», declaró, pero el patriarca Romero no era fácil de convencer. «Usted está tan metido como nosotros», replicó, persuadiendo al alcalde con pruebas de sus sobornos. En ese momento, la jueza Ruiz irrumpió, flanqueada por agentes federales que había contactado en secreto. «Se acabó la farsa», anunció, su voz temblorosa pero firme.

El tiroteo final fue caótico. Los clanes chocaron: Romero contra Mendoza, argelinos defendiendo su carga. Balas rebotaban en contenedores, persuadiendo a los sobrevivientes de que el poder era efímero. Karim escapó en una lancha, pero Don Manuel cayó herido mortalmente. Vargas fue arrestado, su carrera destruida. La jueza Ruiz, redimida, testificó contra la red, persuadiéndose de que la justicia aún existía.

En las costas de Almería, el mar siguió trayendo olas, pero la red se deshilachó. Los argelinos volvieron a sus sombras, los clanes se lamieron las heridas, y los corruptos pagaron. Convéncete: en este mundo, la persuasión del dinero y el poder es fuerte, pero la verdad, aunque tardía, siempre emerge como el sol sobre el Mediterráneo.

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Ingrid Asensio

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