En las calles devastadas de la Ciudad de Gaza, el rugido de los misiles israelíes se ha convertido en un reloj siniestro que marca cada hora. Lo que comenzó como una escalada anunciada a principios de agosto ha evolucionado en una campaña de bombardeos intensivos que, según testigos y fuentes médicas locales, cae sobre una población de más de un millón de palestinos atrapados en un territorio asediado. El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, defiende esta operación como un paso necesario para «desmilitarizar» Gaza y eliminar a Hamás, pero críticos internacionales y organizaciones humanitarias la ven como un intento flagrante de desplazamiento forzado y ocupación permanente, violando el derecho internacional y exacerbando una crisis humanitaria ya catastrófica.
La Ciudad de Gaza, capital del enclave palestino, alberga a aproximadamente el 25% de la población restante en la Franja, muchos de ellos desplazados múltiples veces desde el inicio del conflicto en octubre de 2023. Según informes del Ministerio de Salud de Gaza, administrado por Hamás, pero considerado fiable por la ONU, los bombardeos han matado a más de 61.000 palestinos en total, con al menos 89 fallecidos en las últimas 24 horas reportadas, incluyendo civiles en colas para recibir ayuda alimentaria. Los ataques aéreos y de artillería se concentran en barrios como Sabra, Zeitoun y Shejaia, donde residentes describen «anillos de fuego» de misiles que iluminan la noche y destruyen hogares, escuelas y hospitales. «Suena como si la guerra estuviera reiniciando», dijo Amr Salah, un joven de 25 años, a través de una aplicación de mensajería, mientras huía con su familia.
Netanyahu, en una conferencia de prensa reciente, describió la Ciudad de Gaza como la «capital del terrorismo» de Hamás y prometió completar la ofensiva «bastante rápido». Su gabinete de seguridad aprobó el 8 de agosto un plan con cinco objetivos: desarmar a Hamás, recuperar a todos los rehenes, desmilitarizar toda la Franja, asumir control de seguridad y establecer una administración civil alternativa no ligada a Hamás ni a la Autoridad Palestina. Sin embargo, este esquema ha sido calificado por expertos como Nimer Sultany, profesor palestino-israelí en la Universidad SOAS de Londres, como un «eufemismo para una limpieza étnica a plena vista», parte de una visión mesiánica de un «Gran Israel» que maximiza la tierra y minimiza la presencia árabe.
La crítica a Netanyahu no se limita a voces externas. Dentro de Israel, protestas masivas han paralizado autopistas y plazas, con miles exigiendo un alto al fuego y la liberación de los rehenes restantes –alrededor de 100, según estimaciones–. Familias como la de Einav Zangauker, madre de un rehén, acusan al primer ministro de sacrificar vidas por intereses políticos personales, endureciendo la postura de Hamás en lugar de negociar. Incluso aliados tradicionales como Alemania han suspendido envíos de armas, uniéndose a un coro global que incluye al Reino Unido, Italia y Australia, advirtiendo que la operación agravará el «peor escenario» de hambruna masiva.
El impacto humanitario es devastador. La ONU reporta que el 90% de los 2,3 millones de gazatíes han sido desplazados al menos una vez, con Gaza convertida en un paisaje de ruinas y escombros. En las últimas semanas, al menos 222 personas han muerto de desnutrición y hambre, incluyendo 101 niños, según el Ministerio de Salud local. Israel afirma haber escalado la entrada de ayuda, pero funcionarios de la ONU y palestinos insisten en que es una fracción de lo necesario, con bloqueos sistemáticos que dejan a civiles atrapados en «zonas de evacuación» al sur, como Mawasi, donde ataques recientes mataron a familias enteras en tiendas de campaña.
Testimonios recopilados por organizaciones como Human Rights Watch pintan un cuadro de terror constante. Fares Awad, jefe de servicios de ambulancias en el norte de Gaza, relató cómo al menos 15 personas murieron mientras esperaban comida en el cruce de Zikim. Periodistas locales, como el corresponsal de Al Jazeera Anas Al Sharif, han sido blanco directo: seis reporteros murieron en un ataque al Hospital Al Shifa, con Israel alegando vínculos con Hamás, algo negado por la cadena y considerado por la ONU como un intento de «silenciar voces» que documentan atrocidades. Más de 200 periodistas palestinos han perecido desde 2023, en lo que Amnistía Internacional llama un patrón de impunidad.
La operación de Netanyahu no surge en el vacío. Tras el ataque de Hamás el 7 de octubre de 2023, que mató a 1.200 israelíes y secuestró a 251, Israel lanzó una ofensiva que ha transformado Gaza en un «territorio inhabitable», según la ONU en enero de 2024. Pero la escalada actual, con llamados a movilizar 60.000 reservistas, va más allá de la defensa: implica tomar control militar permanente, expandiendo «zonas tampón» que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) declaró ilegales en julio de 2024, violando el derecho a la autodeterminación palestina y prohibiciones contra el apartheid y la adquisición territorial por fuerza.
Críticos como el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, Volker Türk, advierten que esto resultará en «más desplazamientos forzados, matanzas y destrucción sin sentido», agravando un genocidio en curso. Netanyahu, perseguido por la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra, parece priorizar su supervivencia política sobre la paz. Su rechazo histórico a un Estado palestino, reafirmado en enero de 2024, y declaraciones como permitir que palestinos «salgan del territorio si quieren» –comparadas con éxodos en Siria o Ucrania– han sido condenadas como llamadas a la limpieza étnica.
Internacionalmente, la respuesta es de indignación creciente. El secretario general de la ONU, António Guterres, urgió un cese al fuego permanente y acceso humanitario irrestricto, mientras una reunión de emergencia del Consejo de Seguridad se programó para discutir el plan. Países como Australia y Nueva Zelanda enfatizan que el desplazamiento permanente viola el derecho internacional, y solo una solución de dos Estados ofrece paz duradera. Sin embargo, el apoyo de la administración Trump –que ve la toma de Gaza como decisión israelí– ha envalentonado a Netanyahu, pese a fisuras internas con el liderazgo de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI).
En el terreno, la resistencia de Hamás persiste, con el grupo condenando el plan como «criminal» y afirmando que sacrifica rehenes por la agenda extremista de Netanyahu. Negociaciones mediadas por Qatar colapsaron en julio, dejando a Gaza en un limbo de bombardeos hora tras hora. Residentes como Mahmud Bassal, portavoz de defensa civil, describen ataques a edificios altos y hogares civiles, con «bombardeos muy pesados» que podrían preludiar una invasión terrestre.
Esta operación no solo perpetúa el ciclo de violencia, sino que socava cualquier esperanza de coexistencia. Netanyahu, en su afán por «liberar Gaza de Hamás», parece ignorar que está condenando a un millón de inocentes a un éxodo forzado o la muerte. Como dijo el ex primer ministro israelí Ehud Olmert sobre planes similares en Rafah: se asemejan a «campos de concentración». La comunidad internacional debe actuar ya: sanciones, embargos de armas y presión para un alto al fuego son imperativos para detener esta hora oscura que amenaza con engullir a toda la región.
Mientras los misiles siguen cayendo, la pregunta persiste: ¿Cuántas horas más de terror soportará Gaza antes de que el mundo intervenga? Netanyahu defiende su visión de seguridad, pero a costa de una catástrofe humanitaria que mancha la conciencia global. En un conflicto que ha durado décadas, esta escalada podría ser el punto de no retorno, no hacia la paz, sino hacia una ocupación indefinida que perpetúa el sufrimiento palestino e israelí por igual.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.





