14 de julio. Octavo y último encierro de San Fermín. Los resucitados encierros de Pamplona de 2022 concluyeron con la presencia de los reyes de la carrera, los toros de la ganadería de Miura, que pastan en la sevillana Lora del Río. Son morlacos de cruz alta y porte atlético, con característica giba, dotados de astas gruesas y amplias en cuyo pronunciado arco podría dormir la Luna. Siempre demuestran su velocidad y hoy no ha sido la excepción: tanto han corrido —el segundo encierro más rápido de 2022, con 2,16 minutos— que les faltó tiempo para fijarse en los corredores. Pese a ello dejaron un herido por asta y otros cinco contusos.

Así, a toro pasado, se me ocurre que la vida de las personas, en cierto modo se parece al recorrido del encierro. Una y otro se inician con un tramo en el que todo es novedad, pues nunca se sabe con qué aires se presentará el Miura de la existencia. Y como empezamos a correr cual tabula rasa, hay que apretar fuerte para aprender todos los saberes, hábitos y trucos que exigirá el resto de la carrera. No resulta ligero el esfuerzo, para todos rápido y cuesta arriba, y, por supuesto, más o menos agotador en unos casos u otros. También, por desgracia, habrá quien no corone esta primera pendiente de sobresaltos y alegrías.

Ya conocidas las mañas de esa vida fiera que nos persigue con la sempiterna amenaza de sus astas, pero que también incita a la carrera con promesas de gloria futura (y vana como todas las glorias, pero aún no lo sabe el corredor), se alcanza el tramo más largo, de trazado rectilíneo en su mayor parte pero jalonado por alguna que otra curva proclive a los descalabros, donde Fortuna y habilidades deben aliarse para que el mozo no salga malparado en uno de esos sustos embozados tras el manto del jolgorio, la excesiva confianza en sí mismo o la costumbre… Sin olvidar la actuación ajena, que por torpeza o egoísmo también puede hacernos morder el polvo del asfalto. No obstante, esta es la zona más apta para el corredor que se halla en plenitud de fuerzas; donde puede medirse con mayor gozo al morlaco del destino, aunque no todos los días salga indemne de alguna que otra caída o coscorrón.

A continuación, el corredor se arrostra de bruces al descenso del callejón, cuya abertura parece angosta pero en la cual han cabido y cabrán todas las generaciones habidas y por haber, incluso en los momentos en que circunstancias extremas amontonan gente en su umbral como quien apila sacos de grano en un almacén o convierte los prados en cementerios de guerra. Esta bajada es más traicionera que veloz, más violenta que exigente. Para sorpresa propia y ajena, muchos corredores que aún se creen rápidos y lozanos pagan su tributo final en este tramo, antes de alcanzar la promesa final de la arena.

Por fin, la plaza. Esa gran geometría que designa la nada donde van finalmente a parar bestias y humanos (no pocos de ellos, más bestias aún que las antedichas). Y se acabó. Dos minutos y medio, tres y pico, algo más quizá… La fugacidad es hermana de la desolación, y el mismo sentimiento de vacío sobrecoge al anciano cuando hace arqueo de sus días y se siente embargado de impotencia, por el paso raudo de los años, y de nostalgia, abrumado por el recuerdo de sus carreras en el encierro de los Sanfermines. Pero la fiesta seguirá sin él, y sin nosotros, y más tarde sin aquellos que la celebrarán danzando sobre nuestros nombres olvidados.

(*) Foto de portada: La Llorona Comunicación / Ayto. Pamplona.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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