La comisaria Marta Fernández, jefa de la Comisaría Superior de Seguridad Ciudadana (CSUSEC) de los Mossos d’Esquadra, desgranaba cifras que helaban la sangre. «Uno de cada tres agresores machistas rompe entre dos y cinco veces las órdenes de alejamiento o prohibición de comunicación», declaraba con voz firme pero cargada de urgencia. Estamos en las jornadas «Feminicidios y otras formas de violencia grave sobre las mujeres», inauguradas por la consellera de Interior, Núria Parlon, y los datos que Fernández presenta no son solo números: son un retrato crudo de un sistema que, pese a sus avances, falla en disuadir a los violentos. Las denuncias por quebrantamiento de condena en casos de violencia machista han aumentado un 82,5% en Cataluña entre 2012 y 2024. Y, en paralelo, las quejas por violencia sexual han escalado un vertiginoso 737% en el mismo periodo. Estas revelaciones, facilitadas por los Mossos d’Esquadra, no solo iluminan una tendencia alarmante, sino que cuestionan la efectividad de las medidas protectoras en un contexto donde la igualdad de género sigue siendo una batalla inconclusa.

Cataluña, con su densidad poblacional y su tradición de políticas progresistas en materia de derechos de las mujeres, se presenta como un laboratorio social para medir el pulso de la lucha contra la violencia de género. Sin embargo, los datos desvelan una paradoja: mientras la sensibilización ha impulsado las denuncias –un signo de empoderamiento–, la reincidencia de los agresores expone grietas en el andamiaje judicial y policial. Desde 2012, año en que el movimiento #MeToo aún era un eco lejano y la ley orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género cumplía una década, las curvas estadísticas han trazado una ascensión inexorable. En el ámbito de la pareja, las denuncias han crecido un 28,6%; en el familiar, un 54,3%. Pero es el quebrantamiento de las condenas –órdenes de alejamiento, prohibiciones de contacto o custodia compartida vigilada– el que más alarma genera. En los últimos cinco años, el 34% de los autores ha incurrido en entre dos y cinco violaciones de estas medidas, y un 4,4% ha superado las seis. «El sistema actual no hace desistir a los agresores», sentencia Fernández, subrayando cómo este patrón de reincidencia no solo perpetúa el ciclo de abuso, sino que genera un «aumento de inseguridad en la víctima, miedo y la invalida» en su proceso de recuperación.

Para entender esta escalada, hay que retroceder al contexto normativo y social que la ha propiciado. La ley 10/2022, de garantía integral de la libertad sexual –conocida como «ley del solo sí es sí»–, y las reformas al Código Penal de 2015 ampliaron el espectro de lo punible, incorporando conductas como el acoso digital o la sumisión química. Estas modificaciones no solo criminalizaron prácticas antes invisibilizadas, sino que fomentaron una mayor disposición a denunciar. En paralelo, campañas como «No és no» de la Generalitat y el trabajo de entidades como el Servei d’Atenció a la Víctima han tejido una red de apoyo que ha desestigmatizado la denuncia. Según la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer de 2019, actualizada en 2021 para Cataluña, el 18,4% de las mujeres han sufrido agresiones físicas por parte de parejas o exparejas, y el 14% relaciones sexuales no consentidas. Fuera del ámbito íntimo, más de la mitad de las mujeres entre 16 y 29 años reportan violencia sexual o psicológica, y seis de cada diez, acoso digital. Entre las menores de 15 años, el 33,6% ha vivido al menos una situación de violencia machista. Estos no son meros datos epidemiológicos; son indicadores de una prevalencia endémica que, hasta hace poco, se ocultaba tras el silencio impuesto por el miedo y la vergüenza.

El pico en violencia sexual es particularmente revelador. El 737% de aumento desde 2012 no es un fenómeno aislado: refleja una convergencia de factores. Por un lado, la mayor visibilidad post-#MeToo ha empoderado a las víctimas, especialmente a las jóvenes, que representan el grueso de las denuncias por agresiones en entornos nocturnos o digitales. Por otro, el auge de las redes sociales ha multiplicado las formas de agresión: las denuncias por difusión no consentida de imágenes íntimas han crecido un 762%, y las de acoso un 275,5% desde 2015. Expertos como el grupo de investigación Antígona de la Universitat Autònoma de Barcelona, en su informe «El abordaje de las violencias sexuales en Cataluña» (2023), atribuyen este incremento a una «mayor detección policial y judicial», pero también a un «efecto rebote» de la pandemia, donde el confinamiento exacerbó vulnerabilidades. Sin embargo, Fernández advierte de una «cifra oculta» que oscurece el panorama: entre el 70% y el 80% de las mujeres no denuncian, por temor a represalias o desconfianza en el sistema. En 2024, los juzgados catalanes recibieron 25.489 denuncias por violencia de género, un 2,16% más que en 2023, pero esta cifra palidece ante la prevalencia real.

El impacto humano tras estas estadísticas es devastador. Desde 2008, la violencia machista ha cobrado 221 vidas en Cataluña, de las cuales 179 ocurrieron en el ámbito de pareja o expareja –168 mujeres y 11 hijos, nueve de ellos menores. En el 27% de estos feminicidios había denuncias previas; en el 9%, medidas de protección activas. El 67% de las víctimas convivía con el agresor al momento de los hechos, y el 65% dejó hijos huérfanos. La media de edad de las mujeres asesinadas es de 42 años en el ámbito de pareja y 55 en el familiar, donde el 76% de los casos involucra a hijos matando a madres, a menudo en contextos de enfermedad mental o dependencia económica. «Hay que poner más el foco en el agresor», insiste Fernández, recordando que el quebrantamiento no es un desliz, sino una estrategia de control que perpetúa el terror.

Para ilustrar esta realidad, consideremos el caso de Laura (nombre ficticio), una víctima de 38 años de Badalona que accedió a hablar bajo anonimato. «Después de la primera denuncia, obtuve una orden de alejamiento. Pero él volvió tres veces en seis meses: mensajes, llamadas desde números falsos, incluso se presentó en mi trabajo. Cada quebrantamiento era como revivir el infierno; no dormía, no confiaba en nadie». Su experiencia resuena con las de miles: los Grupos de Atención a la Víctima de los Mossos realizan más de 25.000 seguimientos anuales a víctimas de violencia machista, doméstica y delitos de odio. Y no es solo físico o psicológico; el quebrantamiento se extiende a la esfera económica. Los impagos de pensiones, calificados como violencia vicaria, han aumentado un 28,2% en la última década, dejando a madres y niños en precariedad.

Las causas de esta reincidencia son multifactoriales. Fernández apunta a «discursos de odio que banalizan la violencia» en redes sociales, donde las nuevas generaciones, pese a su aparente progresismo, defienden posturas machistas «indefendibles». Estudios como el de Save the Children (2024) sobre agresiones sexuales a menores en Cataluña revelan un «cansancio generalizado» entre adolescentes ante el machismo estructural, con un 5% reportando intentos de violación. A nivel macro, el aumento de delitos sexuales en España –un 125% en Cataluña en la última década– se vincula a la urbanización, la noche catalana y la impunidad percibida. Pero también hay un componente sistémico: los enjuiciamientos tardíos permiten que los agresores operen en un limbo de impunidad.

Frente a este diagnóstico, las propuestas de los Mossos son un llamado a la acción integral. Fernández aboga por «un enjuiciamiento más cercano en el tiempo» y «vincular el comportamiento prohibido con consecuencias que hagan al agresor replantearse quebrantar la medida». Esto incluye actualizar el procedimiento de trabajo policial para integrar acciones contra el agresor, interconectar bases de datos con policías locales y revisar el modelo de valoración de riesgo. El control telemático –pulseras GPS o apps de geolocalización– emerge como herramienta clave, aunque su implementación requiere más recursos. Parlon, por su parte, enfatiza «elementos de abordaje integral» para un mejor acompañamiento a las víctimas, desde la atención psicológica hasta la inserción laboral.

En el panorama nacional, Cataluña no es una excepción. En 2024, España registró 199.094 denuncias por violencia machista, con una media de 544 al día, y el primer trimestre de 2025 vio un 4,28% más. Pero la autonomía catalana destaca por su red de servicios: el 016, línea de atención 24/7, y centros como el de Atención Integral a Víctimas de Violencia Sexual han atendido miles de casos. Aun así, expertos como el Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género del CGPJ insisten en que sin una reforma profunda –que priorice la prevención educativa y la rehabilitación de agresores–, las cifras seguirán subiendo.

Este reportaje no pretende ser un epitafio, sino un catalizador. Como Fernández concluyó en las jornadas: «¿Por qué el sistema actual no hace desistir a los autores? Es importante que nos preguntemos qué podemos hacer al respecto». En un Cataluña que aspira a ser referente feminista, el desafío es claro: pasar de denunciar a prevenir, de proteger a transformar. Las víctimas como Laura esperan no en vano. Y la sociedad, en su conjunto, debe responder con la urgencia que estas cifras demandan.

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Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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