En la pequeña ciudad de Villapésame, donde las viudas vestían de negro por moda y los entierros eran el evento social del mes, la Funeraria «Eterno Reposo» era un monumento al caos organizado. Su dueño, Don Anselmo, un hombre de sesenta años con bigote torcido y una panza que parecía haber engullido todos los caterings de velorios, se jactaba de ser el «maestro de ceremonias de la muerte». «Aquí, hasta los muertos descansan en paz», decía en sus anuncios de radio, ignorando que su negocio era un circo de incompetencias.

Todo empezó un martes lluvioso, cuando la familia García depositó en manos de Don Anselmo el cuerpo de Don Eusebio, un jubilado cascarrabias que había fallecido de un infarto mientras discutía con el cartero sobre el precio de los sellos. «Asegúrense de que llegue al tanatorio sin contratiempos», imploró la viuda, Doña Pilar, secándose las lágrimas con un pañuelo bordado en oro. Don Anselmo, con su sonrisa de vendedor de coches usados, juró por su madre difunta que sería un traslado impecable.

El equipo de traslado consistía en dos empleados legendarios por su torpeza: Pepe, un joven flaco como un espárrago con aspiraciones de actor de telenovelas, y Manolo, un veterano calvo que juraba haber visto fantasmas en cada esquina, pero que en realidad solo veía doble después de sus «cafés con corrector». Cargaron el ataúd de Don Eusebio en la furgoneta negra, un vehículo que parecía sacado de una película de terror de bajo presupuesto, con puertas que chirriaban como almas en pena y un motor que tosía más que un fumador empedernido.

«¡Cuidado con las curvas, Pepe! Recuerda lo del último traslado», advirtió Manolo mientras se abrochaba el cinturón con manos temblorosas. Pepe, distraído ensayando su monólogo para una audición, pisó el acelerador. La furgoneta salió disparada por las calles empedradas de Villapésame, sorteando charcos que salpicaban como fuentes improvisadas.

El primer contratiempo fue inocente: un atasco causado por una procesión de Semana Santa fuera de temporada. «¡Estos curas y sus desfiles! ¿No ven que llevamos un VIP muerto?», gruñó Pepe, tocando la bocina. En el forcejeo por adelantar, la furgoneta rozó un carrito de helados, y el vendedor, un italiano expatriado llamado Luigi, les gritó improperios en un español macarrónico: «¡Mamma mía, idiotas! ¡Mi gelato voló como alma que lleva el diablo!»

Pero el verdadero desastre comenzó en la autopista. Manolo, que había insistido en parar por un «café rápido» en una gasolinera, regresó con una bolsa de churros y un termo sospechoso. «Para el camino, que los muertos no comen, pero nosotros sí», dijo, masticando ruidosamente. Pepe, al volante, se distrajo con un pódcast sobre «cómo triunfar en Hollywood sin talento», y no vio el bache gigante causado por las obras eternas del ayuntamiento. La furgoneta saltó como un toro en una plaza, y el ataúd, mal asegurado por las prisas, se deslizó hacia la puerta trasera.

«¡Manolo, el muerto se mueve!», chilló Pepe. Manolo, medio dormido por el «café», se giró justo a tiempo para ver cómo la puerta se abría de golpe en una curva. El ataúd salió volando como un proyectil, rodando por el arcén hasta chocar contra un seto. «¡Dios mío, hemos perdido al cliente!», exclamó Manolo, palideciendo más que el propio difunto.

Pepe frenó en seco, y ambos bajaron corriendo. Pero el ataúd no estaba. En su lugar, había un rastro de astillas y una huella de neumáticos que sugería que alguien lo había recogido. «¿Quién roba un ataúd en plena autopista?», se preguntó Pepe, rascándose la cabeza. Manolo, en pánico, llamó a Don Anselmo: «Jefe, hemos tenido un… percance. El finado ha decidido tomar un atajo solo».

Don Anselmo, que estaba en la oficina contando billetes de condolencias, casi se atraganta con su puro. «¡Idiotas! ¡Búsquenlo! ¡Si no aparece, la viuda nos demanda y yo termino vendiendo flores en el mercado!» Así comenzó la odisea más rocambolesca de Villapésame.

Primera pista: un camionero en la gasolinera juró haber visto un ataúd rodando como un bollo por la carretera. «Pensé que era un truco publicitario», dijo, riendo. Pepe y Manolo siguieron el rastro hasta un circo ambulante que acampaba en las afueras. El director, un enano con bigote postizo llamado Zoltan, les recibió con sospecha. «¡Aquí no hay muertos! Solo payasos y elefantes». Pero al registrar las carpas, encontraron un ataúd idéntico… ¡Usado como cama para el león! «¡Es perfecto para su siesta!», explicó Zoltan. Era el equivocado: dentro había un disfraz de payaso, no Don Eusebio.

Mientras tanto, en la ciudad, Doña Pilar empezaba a impacientarse. «¡Mi Eusebio debe llegar con dignidad!», exigía por teléfono. Don Anselmo, sudando como un pollo en asador, inventó excusas: «Un retraso por tráfico celestial, señora». Pero la viuda, olfateando el engaño, contrató a un detective privado: el Inspector López, un ex-policía jubilado con gafas de botella y un bastón que usaba para golpear a los sospechosos.

Pepe y Manolo, desesperados, siguieron una segunda pista: un tuit viral de un influencer local que mostraba un ataúd flotando en el río. «¿Arte callejero o fantasma acuático? #VillapésameMisterio». Resultó ser un engaño: era un flotador gigante para una fiesta de piscina temática de Halloween. «¡La juventud de hoy no respeta ni a los muertos!», refunfuñó Manolo, empapado tras caer al agua en la búsqueda.

El ácido giro llegó cuando Don Anselmo se unió a la caza. Con su traje negro arrugado y un mapa improvisado, lideró una expedición que involucró a media ciudad. La alcaldesa, una mujer ambiciosa llamada Doña Gertrudis, vio la oportunidad de un escándalo: «¡Esto es negligencia municipal! ¡Exijo una investigación!» Pero en secreto, ella misma había perdido un ataúd en su juventud, durante un traslado político, y no quería que saliera a la luz.

La búsqueda se volvió un carnaval de absurdos. En un mercadillo, confundieron el ataúd con un baúl de antigüedades vendido a un coleccionista excéntrico. «¡Es del siglo XVIII!», proclamó el comprador, un marqués arruinado que lo usaba para guardar sus calcetines. Dentro: solo olor a naftalina. Luego, en un restaurante chino, pensaron que el ataúd era parte de un pedido de «comida para llevar eterna». El chef, confundido, les sirvió dim sum en forma de cráneo.

El clímax rocambolesco ocurrió en el estadio de fútbol local, durante un partido crucial. Pepe, disfrazado de hincha para infiltrarse, oyó un rumor: un ataúd había sido usado como barricada en una pelea de ultras. Corriendo por las gradas, Manolo tropezó con un vendedor de pipas y cayó rodando hasta el campo, interrumpiendo el juego. «¡Golpe de Estado… digo, de ataúd!», gritó el locutor por megafonía.

Allí, en el centro del caos, apareció el Inspector López con el ataúd a cuestas. «Lo encontré en el maletero de un taxi. El conductor pensó que era equipaje olvidado y lo llevó a la comisaría». Dentro, Don Eusebio seguía intacto, con una expresión de sorpresa eterna, como si dijera: «¿Qué demonios ha pasado?»

La ironía fue suprema: el taxi pertenecía a Luigi, el vendedor de helados, quien lo había recogido por venganza tras el incidente de la furgoneta. «¡Ahora estamos en paz, cretinos!», dijo, riendo. Doña Pilar, al enterarse, demandó a la funeraria… pero terminó casándose con Don Anselmo en una boda temática de entierro, porque «la vida es demasiado corta para rencores».

Al final, «Eterno Reposo» prosperó como nunca. Don Anselmo convirtió la historia en un tour guiado: «El Ataúd Errante: ¡Viva la aventura postmortem!» Pepe consiguió su rol en una telenovela como «el enterrador torpe», y Manolo juró abstinencia… hasta el próximo velorio.

Villapésame aprendió que la muerte no es el fin, sino el principio de las comedias más ácidas. Y Don Eusebio, desde dondequiera que estuviera, seguramente se reía a carcajadas, porque incluso en la eternidad, la burocracia humana era un chiste mortal.

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Ingrid Asensio

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