En un panorama cinematográfico donde los documentales sobre marginación social a menudo caen en la trampa del miserabilismo o la explotación sensacionalista, «Ciudad sin sueño» (2025), dirigida por Guillermo Galoe, emerge como una obra maestra de sensibilidad y profundidad. Este largometraje, que se presenta como un híbrido entre ficción y documental –aunque formalmente catalogado como drama–, captura la esencia vital de la Cañada Real, el mayor asentamiento irregular de Europa, ubicado a las afueras de Madrid. Galoe, con su trayectoria premiada (dos Goyas, incluyendo uno por el documental «Frágil equilibrio» en 2016 y otro por el cortometraje «Aunque es de noche» en 2024, precursor de esta película), demuestra una vez más su maestría en entrelazar lo poético con lo político, ofreciendo no solo un testimonio de la precariedad, sino una celebración de la humanidad que florece en los márgenes. Estrenada en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes en mayo de 2025, y con proyecciones en San Sebastián y Valladolid, esta película de 97 minutos se erige como un faro de esperanza en un año marcado por narrativas distópicas. Su estreno en salas españolas el 21 de noviembre promete resonar en audiencias que buscan cine que cuestione el statu quo sin renunciar a la belleza.

La premisa de «Ciudad sin sueño» se ancla en la vida cotidiana de Toni, un adolescente gitano de 15 años, interpretado con una naturalidad desgarradora por Antonio Fernández Gabarre, un habitante real de la Cañada Real sin experiencia actoral previa. Toni vive en un mundo de contrastes: orgulloso de su linaje de chatarreros, sigue los pasos de su abuelo Chule (Jesús Fernández Silva, otro no profesional que infunde al personaje una dignidad ancestral), mientras el espectro de los derribos y los realojos forzados acecha su parcela. La narrativa se teje alrededor de la pérdida inminente: no solo de un hogar, sino de un modo de vida, de amistades (como la de su amigo Said, interpretado por Bilal Sedraoui) y de las leyendas que nutren su infancia. Galoe, coescritor junto a Víctor Alonso-Berbel, evita el melodrama convencional; en su lugar, construye una trama que fluye como un río subterráneo, revelando capas de resiliencia y conflicto interno, sin necesidad de giros artificiosos. El guion, premiado en Cannes, cierra sus arcos narrativos con una elegancia que evoca el cine de Robert Bresson, donde el caos controlado de la vida real se impone sobre la rigidez hollywoodense.

Lo que eleva «Ciudad sin sueño» a la categoría de obra imprescindible es su aproximación documentalista, pese a su etiqueta de ficción. Galoe pasó seis años inmerso en la Cañada Real, impartiendo talleres de cine a los residentes y ganando su confianza. Esta inmersión se traduce en una autenticidad palpable: el rodaje se realizó íntegramente en los sectores 5 y 6 del asentamiento, utilizando actores no profesionales que interpretan versiones ficcionalizadas de sus propias vidas. El resultado es un retrato que huye del paternalismo y el victimismo, presentando a los personajes como agentes activos de su destino, víctimas del sistema pero no definidos por él. La película no ofrece juicios morales ni soluciones fáciles; en cambio, explora las consecuencias íntimas de lo político, como la falta de electricidad que afecta a miles de personas desde hace años, a escasos kilómetros de la opulenta Madrid. Galoe cuestiona: ¿cómo se percibe un lugar como este? ¿Cómo se resiste la homogeneización social? Su mirada es inclusiva, incorporando elementos de diversidad cultural –gitanos, magrebíes– y destacando los lazos comunitarios que trascienden la precariedad.

Visualmente, «Ciudad sin sueño» es un prodigio de poesía cinematográfica. La fotografía de Rui Poças transforma la sordidez en magia: juegos de colores vibrantes irrumpen en la oscuridad de las noches sin luz, simbolizando la esperanza que late bajo la superficie. Panorámicas lentas de 360 grados capturan la vastedad caótica del asentamiento, donde todo sucede simultáneamente: el bullicio de la chatarra, las leyendas orales que cobran vida, los mitos que se desvanecen ante la modernidad invasora. Estos elementos no son meros adornos; forman parte integral de la trama, evocando influencias de Fellini en su hard-edged coming-of-age. La edición de Victoria Lammers mantiene un ritmo contemplativo, permitiendo que el espectador se sumerja en el tempo de la vida real, sin prisas ni concesiones al entretenimiento fugaz. Incluso las secuencias grabadas por adolescentes con sus móviles dialogan con la textura clásica de la película, creando un híbrido que refleja la dualidad de la Cañada Real: un espacio olvidado pero vibrante, abandonado pero orgulloso.

El elenco, compuesto enteramente por no actores, merece un capítulo aparte en esta alabanza. Antonio Fernández Gabarre, como Toni, transmite una vulnerabilidad que perfora la pantalla; su mirada, cargada de inocencia y determinación, encapsula el conflicto generacional entre aferrarse al pasado y enfrentar un futuro incierto. Jesús Fernández Silva, en el rol del abuelo, infunde al personaje una presencia totémica, representando la resistencia ancestral de la comunidad gitana frente a siglos de discriminación. Bilal Sedraoui y Luis Bertolo complementan este mosaico con interpretaciones crudas y honestas, libres de artificios. Galoe, inspirado en Bresson, dirige con un guion estricto pero flexible, permitiendo que el «caos» de la improvisación enriquezca las escenas. Esta dirección no jerárquica –evitando dinámicas de poder en el set– resulta en actuaciones que sienten orgánicas, como si estuviéramos presenciando un documental en tiempo real. Es un testimonio del compromiso ético del director: no explota la pobreza, sino que la dignifica, convirtiendo el dolor en una forma de arte sin caer en el «pornomiseria».

Temáticamente, la película brilla por su fusión de política y poesía. Galoe denuncia la discriminación racial y de clase que margina a la comunidad gitana, pero lo hace con sutileza, a través de detalles cotidianos: la negación de espacios culturales, el impacto psicológico de la falta de servicios básicos, la tensión entre tradición y progreso. No romantiza la pobreza –muestra sus consecuencias nefastas, especialmente para los niños–, pero encuentra magia en la sordidez, invitando a la esperanza en un mundo de crecientes desigualdades. Elementos de wéstern y cine negro se entretejen en la narrativa, elevando el relato a un plano universal: la pérdida de la infancia, la resiliencia comunitaria, la autoafirmación identitaria. Como en su cortometraje precursor, Galoe explora el orgullo de pertenecer a un lugar estigmatizado, cuestionando las narrativas hegemónicas que lo invisibilizan. En un contexto global de crisis migratorias y urbanas, «Ciudad sin sueño» resuena como un llamado a la empatía, recordándonos que los márgenes son el corazón latente de la sociedad.

La recepción crítica ha sido mayoritariamente entusiasta, y con razón. Jonathan Holland de ScreenDaily la describe como «vibrante, melancólica e inmersiva», con un mensaje universal sobre pérdida, resiliencia y esperanza. Adam Solomons de IndieWire le otorga un B+, alabando su «excelente» calidad y la relación entre personajes como un «insight provocativo» en las divisiones ideológicas comunitarias. En Filmaffinity, con un promedio de 6.6, reseñas destacan su magia visual y actuaciones, comparándola favorablemente con cine documental sobre clases bajas. Aunque alguna voz disidente acusa de romantización, estas críticas parecen ignorar el equilibrio ético de Galoe, quien evita tanto el blanqueo como el miserabilismo. Su premiere en Cannes, paseando con el reparto no profesional por la Croisette, subraya la paradoja: un «circo de vanidad» que amplifica voces silenciadas. Considerada para representar a España en los Oscars 2026, esta coproducción hispano-francesa (Sintagma Films, Buena Pinta Media, entre otras) confirma el talento de Galoe para abrir ventanas a realidades invisibles.

En conclusión, «Ciudad sin sueño» no es solo una película; es un acto de resistencia cinematográfica. Galoe nos invita a mirar más allá de los estereotipos, encontrando belleza en la lucha y poesía en la precariedad. Para una revista especializada como esta, donde valoramos el cine que trasciende lo superficial, esta obra es un hito: un documental disfrazado de ficción que ilumina las sombras de la Cañada Real con dignidad y magia. Recomendada sin reservas, promete inspirar debates sobre equidad social y el poder del arte para transformar percepciones. En un año de blockbusters vacíos, esta es la película que nos mantiene despiertos, soñando con un mundo más justo.

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Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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